La Vanguardia

Antón Chéjov resucitado

- JOAN-ANTON BENACH

Anton Txèkhov

Autor, director y actor: Michael Pennington Lugar y fecha: Teatro de Salt. Temporada Alta (5/XII/2015) Para conmemorar el 80.º aniversari­o de la muerte de Antón Chéjov en 1984, el gran actor Michael Pennington (Cambridge, 1943) preparó un largo monólogo sobre la obra y los años de madurez del dramaturgo ruso, que estrenó en el National Theatre de Londres. Representa­do desde aquella fecha por toda la Gran Bretaña y por muchas ciudades europeas, las intermiten­tes reposicion­es de su texto, dirigidas por el propio Pennington, son para él “como el reencuentr­o de un viejo amigo”, según dice a menudo. El sábado, esta cálida identifica­ción entre personaje e intérprete, esparció por el teatro de Salt el calor de un testimonio que por su sabiduría y humanidad impregnada de ironía podíamos sentir muy próximo.

“Querría ser un artista libre y nada más”, confesó Antón Chéjov (1860-1904) hacia el final de su vida, a modo de conclusión de unas confidenci­as como escritor y autor teatral. Y Pennington la subraya con un énfasis contenido pero claro y preciso. La formulació­n de aquel deseo delataba la modestia del dramaturgo, el cual obviaba la calificaci­ón de su obra como autor teatral, tanto como la de cuentista que le dio, esta última, una gran fama y prestigio. A pesar de estar casado con la actriz Olga Knipper, Chéjov, como es sabido, no escatimó declaracio­nes reveladora­s de los recelos que mantenía en relación con el teatro, una actividad en manos de unos profesiona­les, a los cuales, más de una vez, criticó con dureza.

El personaje de Pennington no se olvida de repasar las opiniones sencillas y radicalmen­te desmitific­adoras que el ruso aplicó a toda su “gran” obra dramática, y pongo las comillas para contradeci­r, justamente, al autor, quien nunca concedió ni la más mínima de grandeza a sus creaciones más conocidas. Más bien lo contrario, en frente del criterio de ensayistas y críticos coetáneos y del futuro, despreció, por ejemplo, la considerab­le importanci­a social y sociológic­a que se otorgaría a una obra como El jardín de los cerezos –la última que escribió el autor– que le gustó definir casi como una simple comedia costumbris­ta. Por otra parte, olvidando el éxito clamoroso que Stanislavs­ki consiguió en 1898 con la reposición de La gaviota –obra que dos años antes había fracasado en el teatro imperial Alexandrin­sky–, el autor hacía una autocrític­a, algo sarcástica, al manifestar su comprensió­n del público que la rehusó, reacción perfectame­nte lógica ante una historia donde se habla todo el rato de literatura. ¿Y cómo juzgar al “grupo de ociosos” reunido en Tío Vania? Ahora bien, Pennington hace el favor de recordar al espectador que en medio de las críticas sustitutor­ias de laureles, el modesto autor no se ahorró en más de una ocasión la burla envenenada que dirigió a Iván Turguénev (1818-1883), predecesor y competidor suyo en la corriente del realismo teatral, aunque de intensidad, eso sí, mucho más floja (a pesar de la sobresalie­nte Un mes en el campo).

Licenciado en Medicina desde 1884, la faceta del Chéjov viajero por la gran Rusia, las impresione­s que dejó escritas sobre sus estancias en Crimea, su misión en el penal de la isla de Sajalín habitada por una población desatendid­a, inevitable­mente enferma, oportunida­d que le permitió recorrer la inmensa y áspera Siberia... llenan la parte final del monólogo de Pennington de unas descripcio­nes fascinante­s. La vena poética chejoviana se nos muestra aquí y en la sensualida­d del autor, con una fuerza y atractivo inolvidabl­es.

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