Marc Recha y Philippe Lesage ponen un broche de oro al festival donostiarra
‘Un dia perfecte per volar’ y ‘Les demons’ regalan audaces miradas a la infancia
Guillem Gisbert lo cantaría así: “Marc Recha ha fet un salt, un salt estrany que ens ha aixecat més de tres pams”. Porque Un dia perfecte per volar, la película con la que Recha se sumaba ayer a la pugna por la Concha de Oro en San Sebastián, guarda un vínculo íntimo con la poética de las canciones de Manel, por más que el cineasta confiese no conocer al grupo barcelonés. Donde Gisbert le canta a un bumerán que no vuelve, Recha tiene una cometa que se enreda entre matorrales, y donde el músico del ukelele pega saltos asombrosos, el gigante de este cuento vuela con sus pantalones mágicos y su paraguas. Un dia perfecte per volar es una canción pero además es un cuento sobre los cuentos. Protagonizada por Roc Recha, hijo del director, y Sergi López, ambos interpretándose a sí mismos, el filme es también un ensayo sobre el poder de la voz narradora, junto al cobijo de un fuego o en un viaje en coche, y el misterio que entraña el acto cinematográfico mediante su capacidad para convocar lo hermoso y lo trivial. Pero sobre todo, la pequeña y esmerada pieza de Recha es una fábula sobre el papel que desempeña la fantasía en el descubrimiento del mundo y su dilucidación, y sobre la exigencia creativa de la crianza. “Es una película sobre la paternidad deseada”, resumía su director en rueda de prensa, de ahí que a ella se asome el aprendizaje de la muerte, de la narración seriada, y la praxis del amor paternal, todo ello envuelto en un formato cinematográfico de un magnetismo tan poderoso como la mirada curiosa y distraída de un niño enfrascado en volar una cometa.
Como nadie había oído decir ni una palabra de Les demons , de Philippe Lesage, y los programadores del festival la habían dejado para postre de su sección oficial a concurso, parecía que la película canadiense podía ser otro de esos artefactos exóticos que hacen bonito en los festivales, se ven sin sobresaltos y se olvidan doce minutos después de salir del cine. Pero no, Les demons ha sido la tercera sacudida de esta sección oficial, tras el revuelo causado aquí por High-rise (Rascacielos) de Wheatley y El rey de La Habana. de Villaronga –no se lo tomen como un vaticinio de palmarés, que con un jurado de festival ocurre como con un chimpancé con un revolver: nunca se sabe en qué dirección va a volar la bala–. Apoyada en una estética que remite a la tremebunda Fuerza mayor ,de Ruben Östlund, por su uso delicado del encuadre y sus raros y elegantes movimientos de cámara, el filme quebequés es también un viaje a la infancia, pero de naturaleza opuesta al lirismo del filme catalán. Aquí se convocan, como anticipa el título, los demonios de Felix (Édouard Tremblay-Grenier),
El filme catalán es, a su modo, una canción (de Manel), y también una fábula sobre los cuentos y la paternidad
un preadolescente montrealés, a cuya pérdida de la inocencia asistimos. Pero, en sentido contrario al arquetipo narrativo, esa pérdida de la inocencia no se plasma en el desengaño o el abandono de una presunta bondad rousseaniana, sino bien al contrario, en la asunción gradual de un universo moral en el que adquieren nuevo sentido los ensayos de Felix con la crueldad, la obsesión o el descubrimiento de las herramientas de la dominación y la sumisión. Hermosa e intrigante hasta su desenlace como un thriller, Les demons obliga a contener la respiración cuando aborda el peso de los miedos en el aprendizaje y la socialización –los miedos verdaderos, los verosímiles y los imaginados– y convoca ante la pantalla a un genuino monstruo, de los que no habitan bajo las camas sino en una casa vecina, y en cuya trayectoria se cruzará la vida de Felix.
Un turbador e inesperado broche de oro para la sección oficial a competición de esta 63 edición del Zinemaldia donostiarra tal vez menos sólida en su conjunto que la del año pasado, pero a la vez menos confortable y más desafiante para la mirada –a menudo perezosa de tanto como ha visto– del cinéfilo curioso.