SUFRIR PARA PRESUMIR
Lo peor de ser famoso es tener que hace dieta. Como están permanente expuestos al juicio ajeno, se ven obligados a sufrir para presumir. Una celulitis o unos michelines pueden llenar cientos de páginas en la prensa rosa y horas en los programas del corazón, así que todo sacrificio es poco para evitar comentarios desagradables sobre su peso. La imperfección estética sale cara ante tertulianos que les envidian por todo lo demás.
Se suele relacionar un cuerpo esbelto con una alimentación saludable, cuando también puede deberse a una falta de nutrientes, por ejemplo. Y que no coman lo que les da la gana es un esfuerzo que se les exige para que, al menos, se fastidien en algo. Voluntaria o involuntariamente, los famosos se han convertido en el modelo promocional de regímenes milagrosos, algunos de dudosa eficacia, que enseguida se ponen de moda.
La Atkins, la Dukan, o la de la alcachofa, se suceden tras la “dieta de Hollywood”, creada en los años 20, y dan titulares tan atractivos como las promesas que hacen. Inducen a creer que si ellos pueden estar cañón en poco tiempo, tú no eres menos. Rebecca Harrington, columnista de The New York Times, decidió probar los menús de Gwyneth Paltrow, Karl Lagerfeld o Sophia Loren, entre otros, y recogió los resultados de su experimento en el libro I’ll have what she’s having: my adventures in celebrity dieting. A veces se vio desayunando lenguado hervido, otras lo pasó realmente mal, y llegó a adelgazar diez kilos, al hacer el régimen de Beyoncé. No sé si es verdad que somos lo que comemos. Pero lo que está claro es que comer lo mismo que los famosos no te hará famoso a ti. Entonces, ¿para qué reproducir el único inconveniente de su condición? La gran ventaja que tenemos con respecto a ellos es que nadie juzgará públicamente nuestros michelines. Me importa un pimiento la dieta del pepino. Dicho esto, me gustaría saber la dieta de Albert Einstein, John Nash o Grigori Perelmán.