España desvanecida
Se supo hace unos meses que los líderes de EE.UU. y Cuba agradecían explícitamente al papa Francisco su intermediación para poner fin al aislamiento cubano tras 54 años de relaciones rotas, y que el Vaticano había participado activamente, como intermediario, en las negociaciones entre ambas naciones desde el verano del 2014. Y hace unos días hemos visto que el presidente francés visitaba oficialmente Cuba, poniendo a Francia a la cabeza del acercamiento europeo al régimen cubano.
¿Y España? Ni se me pasa por la cabeza que hubiese podido desarrollar una labor de mediación semejante a la efectuada por el Vaticano, tal es la triste atonía que percibo desde hace ya tiempo en mi país y la preocupante levedad de buena parte de sus dirigentes. Pero ¿es lógico que haya estado totalmente ajena al proceso? ¿Nada significan los profundos vínculos de todo tipo que la ligan a Cuba y que nunca han desaparecido? Y, al margen de esto, ¿tiene alguna explicación que Francia se haya adelantado a España, con una acción no improvisada, sino preparada, desde marzo del 2014? Me gustaría mucho saber lo que opinan al respecto en el palacio de Santa Cruz, y lo que comentan entre sí los distinguidos miembros –que abundan– del Servicio Exterior de España. Recuérdese que, incluso bajo el régimen franquista, España mantuvo siempre el comercio con Cuba, pese al embar- go impuesto por Estados Unidos, y que, hace medio siglo, el carguero español Sierra de Aránzazu sufrió por ello un ataque criminal nunca investigado, que causó tres muertos.
Cojo de mi biblioteca dos libros de Fernando Morán: Una política exterior para España (1980) y España en su sitio (1990). Leo en uno de ellos: “En la política exterior de cada país existen temas que gravitan con mayor importancia que la que se derivaría de la estimación del debe y el haber de las relaciones internacionales (…). Son temas que constituyen dimensiones ideológicas de esta política, puesto que operan sobre la opinión y sobre el personal político como prolongación de la idea que se tiene de la situación de la propia nación en el mundo, de la formación histórica y del destino del país”. Dicho en corto y por derecho: una relación especial con los países latinoamericanos es para España una cuestión de ser o no ser, que va mucho más allá de las balanzas comerciales. No se trata de privilegios, de hegemonías, ni de exclusivismos por lo demás imposibles. No se trata de abordar América como un elemento definitorio de lo español, como es propio del pensamiento tradicional de derechas. No se trata de ver América como una oportunidad de crecimiento económico, según la óptica desarrollista. Se trata de la pertenencia a un ámbito inmediato de solidaridad, comprensión y entendimiento, fundado en una lengua, una cul- tura y una experiencia histórica compartidas, y mil veces ratificado por constantes trasiegos de personas de uno a otro confín de su área geográfica.
En realidad, este episodio es un caso más de la tradicional ausencia española del tablero internacional. Cuenta Jesús Pabón que, al negociarse y firmarse el tratado de París, que puso fin precisamente a la guerra de Cuba con EE.UU., lo más trágico era observar la absoluta soledad de España en aquel amargo trance que desencadenó la crisis de 1898. Luego, el siglo XX no propició –con la Guerra Civil y las dos dictaduras que abarcaron casi medio siglo– la concreción de una política exterior solvente. Sólo, consumada la transición, pudo parecer –bajo el mandato de los presidentes González y Aznar– que España había ocupado “su sitio” –en palabras de Fernando Morán– en el ámbito de la política internacional. Un sitio definido –por el mismo Morán– como el de una “potencia mundial mediana y potencia regional de primer orden”, a la que “sólo una política con tantas hipotecas, tan personalizada y tan carente de ambición como fue la franquista ha podido partir de una infravaloración de la posición negociadora nacional”.
¿Qué ha sucedido luego, bajo las presidencias de José Luis Rodríguez Zapatero y de Mariano Rajoy? La respuesta la tomo de Felipe González, a quien le he oído lamentar hace pocos días “la pérdida de relevancia de España en América Latina y en Europa”, así como que “España no existe políticamente en el extranjero, ha perdido relevancia”. A comienzos de los noventa, pasados los que Arzalluz llamó con su voz de orador sagrado evocadora de los Novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria) “los fastos del 1992”, un político catalán me dijo: “Ja ho sé que la marca Espanya ven”. Y yo también creí entonces que España “havia tombat per bé”. Por eso me parece mentira que lo entrevisto entonces fuese sólo un espejismo y que hoy estemos como estamos: con el Estado como sistema jurídico más erosionado que nunca; con una ausencia absoluta de proyecto –ahora se le llama relato–, sustituido por una aproximación meramente estadística a la realidad económica; con una atonía generalizada, y convocados por una apelación exclusiva al sentido común. España está, en el mejor de los casos, desvanecida.
España no hubiese podido desarrollar una mediación semejante a la efectuada por el Vaticano en Cuba