La Vanguardia

Paréntesis con familia

- Pilar Rahola

Quienes me hacen el honor de leerme con asiduidad conocen mi estima por la familia. Por supuesto, y está dicho, no me refiero a ninguna estructura estándar, sino a ese comedor de casa que teje una tupida red de amor, respeto y convivenci­a, sea cual sea el modelo. La familia como escuela de amor. La familia como solidarida­d. La familia como espacio donde acumular gotitas de felicidad. En ese tipo de familia que llora, lucha y ríe junta y que se añora cuando se distancia, en esa familia creo como en nada, porque es la única verdad que no ha fallado al ser humano a lo largo de los siglos.

Sin embargo, hay que trabajarla, porque aunque la familia nos sea dada, sólo adquiere toda su dimensión si recibe una atención tozuda y delicada. Recuerdo que un día, preparando un aniversari­o que caía cerca de otro ya celebrado, alguien me comentó que podíamos ahorrarnos el lío, y que el año siguiente sería otro año. Me negué con una frase que he esculpido como un mantra de vida: no me perderé ni un solo motivo de fiesta de mi gente. Y lo repito con convicción: hay que celebrarlo

Aplauso desinteres­ado en el éxito y red de protección en la caída, eso es la familia cuando funciona

todo, cumpleaños, aniversari­os, éxitos... Por supuesto, celebrar no implica tirar la casa por la ventana, sino justo lo que el verbo indica: encontrars­e, festejar, alegrarse... Al tiempo, tampoco hay que perderse el lado oscuro, cuando llegan los fracasos, las decepcione­s, los problemas. Aplauso desinteres­ado para el éxito y red de protección para la caída, eso es la familia, cuando funciona.

En estas, el martes celebramos el veinticinc­o aniversari­o de boda de mi hermana. Ahí estábamos todos, madre, hijos, hermanos, adosados queridos, y el recuerdo del padre en el centro del corazón de cada uno.

En algún momento hubo lloros, en otras evocación, y en todos risas, y contemplan­do ese escenario sencillo, repetido a millones a lo largo de los siglos, por gentes que se han juntado alrededor de una mesa para recordar que se quieren, pensé que es un ritual de gran belleza. Es cierta la implacable ley de la biología que nos recuerda que nacemos y morimos solos, pero por el camino, si tenemos suerte, y robamos tiempo al tiempo, y cuidamos de los nuestros, y recordamos que el verbo convivir requiere inteligenc­ia y dedicación..., entonces hacemos un largo trecho compartido. Y en el verbo compartir está el sentido de esto tan extraño que es la vida. En el compartir y sus sinónimos, respetar, entender, cuidar, por supuesto, amar...

Nada por añadir, ni nada trascenden­te, sólo un pálpito para recordar que lo sencillo esconde la grandeza. Pero para verlo es necesario recordar que nada es gratuito, que amar también significa dedicarse a amar, y que los nuestros nos completan y nos dan sentido, pero hay que acordarse de que están ahí, esperándon­os. Por ello mismo, alcemos todas las copas de todas las mesas de todas las celebracio­nes.

Para brindar por nuestra gente, que nos da sentido.

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