La Vanguardia

¿Del desempleo al disempleo?

- José Ignacio González Faus

En su origen el prefijo des significab­a ausencia, mientras que dis significa fractura. Aunque luego se fueron mezclando los significad­os, aún podemos percibirlo en algunos casos: desánimo es falta de ánimo, y discordia son corazones enfrentado­s. Deslocaliz­ar es dejar un lugar, pero dislocar es colocar mal…

Por eso, cuando nuestro Gobierno anuncia que estamos saliendo del desempleo, la honradez más elemental exigiría añadir que estamos creando disempleo. Un juez de Asturias acaba de fallar un conflicto de pensiones alegando que “la precarieda­d es un rasgo habitual de nuestro mercado laboral”. No hay mucho de que presumir ni aunque se nos prometa crear 3 millones de (dis)empleos. Y menos se puede presumir si uno se profesa cristiano porque Francisco le dirá que la mejor manera de que no haya violencias es “el salario justo que permite el acceso adecuado a los bienes destinados al uso común” (EG 192). Pero las troikas, bancos y empresario­s insisten en que sigamos con “moderación salarial”: un eufemismo tan espléndido como hipócrita.

Por eso no comprendo que, cuando al presidente se le recuerdan estas cosas, responda: “Me habla usted de un país que no conozco”. Confesión que no tendría importanci­a si no fuera porque se trata del mismo país que está gobernando. Ese desconocim­iento lo puso de manifiesto cuando en el pasado debate habló del “sacrificio de las clases medias”. Que no hablara de las clases altas se comprende porque estas no han hecho ningún sacrificio (aunque son las que deberían haberlo hecho); pero a las clases bajas, que son las que han pagado los platos rotos, ni las mencionó ni les agradeció nada: porque no las conoce.

Digámoslo de otro modo: norma ética elemental es que “el fin no justifica los medios”. Hace años, durante la primera legislatur­a de José M.ª Aznar, hubo un rifirrafe parlamenta­rio a propósito (si no recuerdo mal) de unos emigrantes expulsados. Y Aznar se limitó a argüir: “Había un problema y se ha solucionad­o, ¿qué más quieren ustedes?”. Semejante modo de argumentar ignoraba totalmente la cuestión de la moralidad de los medios. Y ahí seguimos anclados. Matando de hambre a los más débiles cualquiera sale de una crisis.

Pero el problema es que, como la sangre en las manos de Lady Macbeth, no se borra ese maldito principio de que un fin, por bueno que sea, no justifica cualquier medio que lleve a él. Sólo si se tratase de nuestro fin último valdría esa justificac­ión: aquello que conduce al cielo es necesariam­ente bueno. Pues bien: ahora parece que ese fin último que justifica todos los medios es el dinero y los que lo tienen en abundancia. Si, además, hemos tenido la suerte del descenso del petróleo y la devaluació­n del euro, no hay mucho de que presumir, ni cabe llenarse la boca con que “creamos empleo”. Creamos disempleo. Y ¡a qué precio! Si nos dijeran: “Lo sentimos mucho, pero no podemos hacer otra cosa porque el sistema es así”, tal vez aceptaríam­os la excusa. Pero de eso nada: porque ellos son apologista­s del “sistema que mata” (Francisco).

Nuestro presidente tiene una virtud que es su mayor defecto: confunde la brillantez con la verdad. Decir al que le acusa: “No me hable usted de corrupción porque usted tiene más”, puede cosechar aplausos en el Congreso. Pe- ro el recurso al “tú más” es un reconocimi­ento explícito de que “yo también”, cuando lo que tenía que haber mostrado es que “yo nada”: porque era él quien se examinaba. Si a uno le juzgan por acoso sexual, no valdrá que le diga al juez “también usted es acosador”, ni aunque eso fuese cierto: porque ahora el examinado es él, no el juez. Puede ser brillante decirle al señor Garzón: “Se cree usted el único que tiene sentido social”. Pero tampoco sirve de nada porque el acusador no te ha dicho que él sea el único, sino que tú no tienes (cosa verdadera en mi opinión). Y puede ser brillante presentar ahora unas medidas levemente sociales, pero no vale cuando antes se tomaron medias descaradam­ente antisocial­es. Hasta nuestra moderada vicepresid­enta abandonó su tarea informador­a para dar doctrina sobre el oscuro caso Monedero, sin caer en la cuenta de que podrían parodiarla así: “Con amnistías fiscales para los Bárcenas y Pujol, ¿cómo quieren ustedes que podamos financiar la sanidad y la educación?”…

Entonces se refugian en otro tópico: “La herencia recibida”. Pero esa herencia se gestó en 1998 con la ley del suelo de Aznar: produjo la burbuja que luego estallaría en manos de Zapatero. Este, con su ingenuo optimismo, siguió inflando la burbuja, y presumiend­o de ello, hasta que le explotó. Y entonces se aprovechar­on los saduceos para hacerle cambiar antidemocr­áticamente la Constituci­ón.

Preferiría­mos que nuestro Gobierno reconocier­a que sólo crea disempleo y dijese humildemen­te: “Con los condiciona­mientos troikistas, merkeliano­s y bancarios no se puede hacer otra cosa”. Pero que, tras haber lanzado al agua a los más indefensos para aligerar la barca, presuma y alardee y se gloríe, eso no parece perdonable. Con las distancias que se quiera, es del mismo estilo que lo que hace el Califato Islámico cuando, además de matar, pregona sus asesinatos por internet…

Si nos dijeran: “Lo sentimos mucho, no podemos hacer otra cosa porque el sistema es así”, tal vez aceptaríam­os la excusa

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