Chris Ware
ESCRITOR Y DIBUJANTE DE CÓMICS
El estadounidense Chris Ware, uno de los grandes renovadores del cómic contemporáneo, acaba de sacar a la luz su ambiciosa Fabricar historias, una caja que contiene 14 piezas que explican las vidas de un edificio.
El norteamericano Chris Ware (Omaha, 1967) es uno de los principales responsables de que aquello que llamábamos cómic haya mutado en novela gráfica aunque él se sigue llamando “dibujante de tebeos”. Recientemente Reservoir Books ha publicado la obra con que ha revolucionado el género,
Fabricar historias, un artefacto que se compone de una caja que contiene 14 elementos –álbumes en tapa dura, cuadernos, tiras desplegables como un acordeón, folletos, pósters, periódicos…– y cuya ambición ha hecho que haya sido llamado “el Ulises de Joyce de la historieta” aunque, en realidad, tenga más que ver con los experimentos narrativos de Cortázar o Perec o, si entramos en el terreno del arte contemporáneo, con Duchamp y las instalaciones.
Son, en total, 160 páginas elaboradas a lo largo de diez años. La libertad del lector es máxima, pues las catorce piezas de la caja pueden leerse todas, o solamente una parte de ellas, y en cualquier orden –más libertad incluso que en Rayuela–. De entre las miles de posibles combinaciones, si se escogen media docena diferentes, por ejemplo, se da uno cuenta de que ha leído historias distintas, que un personaje protagonista ha pasado a ser secundario o que el tema central ya no son, por ejemplo, las frustraciones laborales o sexuales de las grandes ciudades sino la comunicación entre madres e hijas.
Fabricar historias nos cuenta las vidas de los habitantes de un bloque de pisos de Chicago, y las de la gente –e incluso los animales– que se relacionan con ellos. En especial, seguimos a una mujer treintañera, de una sola pierna, que luego, con los años, se convierte en madre y ama de casa de extrarradio. Vemos cómo envejecen los personajes, cómo se relacionan unos con otros, y tiene uno la sensación de ser un omnipotente voyeur que husmea en el interior de las viviendas y en los espacios exteriores, de un modo parecido a como deben de hacerlo los dioses con nosotros. Hasta podemos seguir las peripecias de una colonia de insectos.
¿Cómo se le ocurrió semejante proyecto? “Un día vi a alguien esperando el autobús –ha declara-
do Ware a los medios estadounidenses–, una chica que tenía una pierna mecánica. Era una persona absorbente, que atraía tu atención. Me fascinó y he acabado haciendo un relato no sobre ella, sino acerca de mis pensamientos sobre ella. Todos nosotros nos sentimos inadecuados de alguna manera, fuera de lugar en algún momento, como si nos faltara una pierna, así que resultó fácil empatizar con alguien así”.
El libro –si podemos llamarlo así– fue evolucionando. “Originalmente, quise tratar a todos los personajes del edificio de un modo democrático: repartir el espacio entre ellos equitativamente, me inspiraba en una serie televisi- va de diez capítulos, el Decálogo de Krzysztof Kieslowski. Pero no me funcionaba y me di cuenta de que, en realidad, todo se me aparecía filtrado por la conciencia y el punto de vista de la chica sin pierna del tercer piso. Así que decidí darle más papel”.
No todo es realismo de barrio. Una pequeña revista cuenta la historia –surrealista, onírica– de las abejas que merodean la zona, en especial una llamada Branford, e incluso podemos ojear, en otro de los 14 elementos, el diario
–The Daily Bee– que publican en su panal. Perfectamente prescindible dentro del conjunto, la separata sobre las abejas “viene, sencillamente, de una pintura de mi amigo Bruce Linn titulada
Crying Bee, que él regaló a mi esposa a finales de los 90”.
Pero lo que predomina son los personajes frustrados, incluso deprimidos, temas como la soledad de las grandes urbes y el egoísmo que en ellas anida; las relaciones de pareja degradadas, el tedio familiar... Para entendernos, un aro- ma a lo Happiness de Todd Solonz o el Ghost World de Daniel Clowes, aunque también –todo depende del orden, de las elecciones– asistimos a reflexiones sobre la creación –en la chica que acude a un taller de escritura– o vemos cómo el edificio –sí, el edificio– reflexiona sobre sí mismo.
Algunos elementos llevan título, otros no, como si se hubieran desprendido de un cuaderno más
TRISTEZA Predominan los personajes frustrados y la soledad de las grandes urbes
UNA LECTURA “Los espacios que habitamos determinan nuestra personalidad”
grande. Las escenas se entrecruzan, los límites temporales se diluyen –vemos la vida entera de una mujer–, hay destellos de unas vidas en otras y apariciones que, en un vistazo rápido, pueden parecer faltas de raccord pero que tienen siempre su sentido.
Las relaciones familiares son uno de los ejes. El padre de la protagonista –de la que no sabremos nunca su nombre– parece amarla, pero de un modo distante e insondable. Su marido aparece difuso pero, en cambio, con su hija ella disfruta momentos donde trasluce el amor. El libro permite seguir el antes y el después de cada hito personal –la boda, el parto...– y asistir a los polos positivo y negativo de todas las situacio- nes, aunque nada sucede de un modo claro ni limpio.
De la institución familiar, el autor opina que “tener una familia es una respuesta bastante adecuada a los problemas que siempre pensé que me surgirían en la vida, es decir, es algo que ha hecho de mí claramente una mejor persona. Pero la familia no puede resolver los problemas personales que uno tenga si uno no se encuentra estable previamente, puede catalizar una tendencia positiva que ya tenías, hacia la realización personal o profesional, a la maduración o a la espiritualidad, lo que uno prefiera”.
Sobre la variedad de formatos, y la importancia de lo físico en esta obra-objeto, afirma que se trata, en cierto modo, de “un homenaje a aquello con lo que crecí. Por un lado, mi tío abuelo era editor, trabajó con muchos formatos e incluso ganó el Pulitzer como autor en 1919 por un ensayo sobre unos disturbios raciales en Nebraska. Mi abuelo fue periodista deportivo y también editor de mesa en un periódico. Mi madre fue reportera y editora. Y yo mismo trabajé un tiempo como diseñador gráfico. Todo eso está ahí”.
Otra cuestión importante de su libro –sobre el que se podrían escribir decenas de tesis doctorales– es la descripción de los espacios en que se mueven los personajes, y la influencia que tienen esos lugares en sus personalidades. “Uso reglas y medidas muy precisas –cuenta el autor– porque intento mostrar cómo las casas y los edificios afectan la forma y la estructura de nuestros recuerdos y pensamientos, esas formas en las que hemos vivido, por las que hemos pasado, continúan en nuestras mentes durante décadas, incluso cuando los edificios ya han desaparecido. Si subes y bajas una escalera día tras día, o giras la misma esquina, algo queda impreso en tu memoria de una forma primaria, no verbal, no es ni siquiera una imagen exactamente pero sí una forma ligada a un movimiento, que luego reaparece en los sueños o determina nuestras experiencias induciéndonos reacciones positivas o negativas cada vez que damos la vuelta a una esquina parecida o subimos otra escalera. A medida que me hago mayor, me voy dando cuenta de que captar eso es uno de los aspectos más importantes que puede ofrecer el cómic como medio de expresión”.
Para Ware, en fin, “el cómic es el arte de la gente normal, de la clase trabajadora”. Influenciado tanto por John Steinbeck como por Carlitos y Snoopy –“Schulz fue el primero que consiguió una empatía total del lector con el personaje”– no le gusta tanto Hergé, con quien algunos le comparan: “Me encanta la claridad del dibujo de Tintín pero nunca conecté con las historias”.
“¿Cuántas comidas he hecho? ¿Cuántas duchas me he dado? Los días se amontonan... y todo se va por el desagüe...”, piensa una mujer en el metro. En realidad, el cómic-caja de Ware es sobre el sentido de la vida.