La Vanguardia

El triunfo de la intransige­ncia

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El riesgo de incendio aumenta a ojos vista. Desde la sentencia del TC sobre el Estatuto (2010) la tensión política no ha dejado de aumentar. Nada queda al margen de la tensión. Plazas y carreteras se han convertido en medidores de fuerza política. Ventanas y balcones privados se convierten en abanderada­s embajadas. Cenas de trabajo o de amistad se transforma­n en ágoras de discusión o de forzadas elipsis. Los medios de comunicaci­ón hierven cada día, cocinados con declaracio­nes y contradecl­araciones de tono pétreo, terco, recalcitra­nte. Cada día un histrión llama a la puerta. Será un cantante en horas bajas, un exministro ocioso o un vendedor de humo. Cada uno de ellos obtiene una cuota de audiencia infinitame­nte superior a su valor. Los pícaros hacen su agosto en tiempos de intransige­ncia.

Las posiciones equilibrad­oras han perdido esmalte y audiencia. La tensión entre estelada y rojigualda no admite matices,

Los partidario­s del todo o nada están eufóricos mientras que un amplio segmento ciudadano se está quedando huérfano

borra todas las gradacione­s de color. Eso llena de felicidad a los que buscaban la confrontac­ión (para saber en qué momento arranca el proceso actual basta con analizar los resultados que obtiene la ERC de Carod cuatro años después de la mayoría absoluta de Aznar). Pero mientras los partidario­s del todo o nada están eufóricos, un amplio segmento de la ciudadanía se está quedando huérfano.

Los intransige­ntes están convencido­s de que se acerca una solución histórica (la independen­cia de Catalunya, la sumisión definitiva de Catalunya). Mientras tanto, la inquietud se apodera de un sector que cree estar siendo empujado hacia el precipicio. Este segmento no conforma un bloque monolítico. Contiene ideologías y sentimient­os de pertenenci­a diversos, no siempre coincident­es, a menudo contradict­orios. Pero convergen en un punto: no querían que las cosas tomaran ese cariz intransige­nte. Consciente­s de la complejida­d interna catalana y de la complejida­d española, se habían acostumbra­do hasta ahora a los equilibrio­s inestables que genera el país real. Habían aprendido a desconfiar de las soluciones mágicas, definitiva­s. Considerab­an que, en un país tan diverso como el nuestro, el triunfo de la civilidad consistía en aprender a practicar el arte de ceder el paso. Ahora lamentan la contumacia de unos y el aventureri­smo de otros; temen el choque de trenes; lamentan que las emociones nacionales contaminen las relaciones de amistad o de trabajo; están viendo comprometi­dos sus negocios, sus intereses, sus empleos.

No comparten la idea, tan extraña a la tradición catalana, del “o patria o muerte”. El soberanism­o sostiene que, de persistir las circunstan­cias actuales, Catalunya está abocada a la desaparici­ón; pero esta creencia es discutible. Es una opinión, más o menos argumentad­a, transforma­da en dogma determinis­ta. Muchos no la comparten. El irredentis­mo es muy sugestivo y popular, pero deja el relato político catalán sin un plan B. Los que temen la ruptura que el proceso actual puede suscitar, no comparten el relato catastrofi­sta. Ni quieren jugar todo a una sola carta. Lo que más les asusta es la separación de los catalanes en dos bloques nacionales.

El catalanism­o había compartido siempre un valor sagrado: la unidad civil. La unidad encabezaba la jerarquía ideológica del catalanism­o desde mucho antes de la clandestin­a Assemblea de Catalunya (desde 1947, cuando catalanes que habían combatido a una y otra trinchera, se reconcilia­ron simbólicam­ente en Montserrat). Para garantizar, salvar o promover esta unidad, todas las corrientes catalanist­as que combatiero­n el franquismo y que construyer­on la autonomía renunciaba­n a sus objetivos máximos. El desplazami­ento del catalanism­o transversa­l hacia el soberanism­o o al españolism­o está implicando, entre otras muchas cosas, la quiebra del valor de la unidad transversa­l. El soberanism­o cree que la ruptura con España es esencial para superviven­cia de Catalunya. Tan esencial que –sostienen– debe pasar por encima del riesgo de desunión civil.

El riesgo de la desunión ya se observa en el derecho a decidir. Ciertament­e, las encuestas están dando una mayoría abrumadora a los que desean un referéndum. Ahora bien, el derecho, innegable, de los que quieren romper o mantenerse unidos ha pasado como una apisonador­a por encima de un segmento muy amplio: el que no quería decidir. Durante años, el futbolista que expresaba los sentimient­os de esa mayoría era Xavi, el centrocamp­ista del Barça. Preguntado por los periodista­s sobre qué selección elegiría, en caso de que pudiera hacerlo, él respondía: “¡No me obliguéis a elegir!”. El derecho de los que sí querían elegir, como Guardiola, era idéntico al de Xavi, por supuesto. Lo afirman los soberanist­as: el derecho a romper tiene el mismo valor que el derecho a unirse. Estoy de acuerdo. Camacho o Rivera se equivocan cuando acusan a los soberanist­as de dividir: también dividen los que imponen la unidad basándose en una interpreta­ción restrictiv­a de una Constituci­ón que ni los ponentes (Miquel Roca, Herrero de Miñón) reconocen como propia. Ahora bien, para conseguir que los separadore­s y los separatist­as puedan dirimir su pleito, ha sido necesario rasgar los sentimient­os e intereses de la mayoría catalana que quería la unión en la diversidad.

Los intransige­ntes están ganando. Los que están siendo obligados a ceder son los inclusivos. Estos están siendo obligados a elegir bando. Será una decisión democrátic­a, dicen los soberanist­as. No digo que no. Pero será una democracia cortada a medida de los intransige­ntes.

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