La Vanguardia

Lo que sé de él

- JOSEP SANDOVAL

Barcelona

Antes que nada señalemos que abominamos de todo hecho que tenga a un menor como víctima y que escribir acerca de Polanski, acusado de violar a una niña de 13 años hace ahora 36, no significa postura alguna a favor del cineasta. Se trata de contar una serie de situacione­s vividas con él, para conocimien­to del lector.

Roman Polanski apareció por Eivissa de la mano de Smilja Mihailovic­h, la no-princesa inventora de la moda Ad Lib y la mujer más hábil a la hora de relacionar personajes de todo el mundo, desarrolla­ndo una suerte de cadena de favores en la que sin dinero de por medio, todos alcanzaban sus objetivos. Desde el principio, Ro- man se mostró educado, reservado, serio, amante del deporte y muy curioso. Smilja lo instaló primero en su casa de Roca Llisa, una concesión de uno de sus benefactor­es, Abel Matutes, (que debe a Smilja parte de su introducci­ón social en Europa en su etapa política). En la casa del golf de la urbanizaci­ón pernoctaro­n los más sonoros apellidos, incluido De Gaulle hijo. Luego Roman compraría una finca ofreciendo a Smilja una comisión en metálico que ella no aceptó jamás, aunque le regaló una pulsera de esmeraldas para su reloj de plástico.

Polanski hizo buenas migas con los tres propietari­os de la discoteca Ku (hoy Privilege), en especial con Jose Antonio Santamaria, Santa, el futbolista de la Real Sociedad que sería asesinado años más tarde en un choko de San Sebastián. Polanski disfrutaba en las pistas de squash del club, de la sauna (con litros de zumo de naranja y zanahoria para mitigar las sudadas tras los partidos), y de la piscina del complejo, cerrada al público durante el día. Santa y Roman se convirtier­on en inseparabl­es, en especial a la hora de ligar, cosa que hacían con facilidad gracias a la apostura del futbolista y el talento del cineasta. Puedo dar fe que las chicas que frecuentab­an eran absolu-

tamente atractivas y muy jóvenes, pero nunca menores, a pesar de su aspecto aniñado. La mayoría recordaban a Nastassia Kinski, el gran amor de Roman con la que rodó

Tess y con quien había planeado hacer Piratas (incluso ambos como protagonis­tas) y que, paralizada por motivos de financiaci­ón, protagoniz­aría años más tarde Charlotte Lewis. Esta actriz también acusó a Roman de haberle propuesto cama para acceder al personaje. Y lo cierto es que allí estaba ella... con su madre, la mar de contentas las dos.

El rodaje de Piratas en Túnez fue largo y pesado. Amigo de sus amigos, le dio un papel a Smilja, el de mentora de Charlotte, otro a Emilio Fernández, otro amigo al que Roman ayudaría en múltiples ocasiones y que tendría pequeños papeles en casi todos sus filmes, y al mismo Santamaría que encarnaba a un odioso capitán español. En una de sus acrobacias sufrió una grave lesión y Polanski paró el rodaje y alquiló un avión-hospital hasta París donde le intervendr­ían la espalda en el Hospital Americano. Los días de Túnez sirvieron también para que Polanski reafirmara su relación con Emmanuelle Segnier, con quien se casaría luego en la alcaldía de la capital del Sena, con Smilja y Santa como únicos testigos. La vida de la pareja en Túnez era tranquila: pesca, buceo, ensaladas, pescado y vino blanco en las cenas, charlas a la hora de la siesta y duros rodajes nocturnos con cientos de extras y un galeón a tamaño real, que Polanski me hizo el favor de traer a Barcelona para una Semana de Cine en Color.

Smilja murió y Santa fue asesinado: Polanski acabó su vida ibicenca y no regresó jamás. Ahora vive en su casa de la Avenue Montaigne de París, con sus cenas y almuerzos en L’Avenue y en el Costes, sus restaurant­es de referencia; sus vacaciones en Suiza y los viajes con su mujer y sus hijos, Morgane (20) y Elvis (17) que ya han aparecido en sus películas en pequeños papeles.

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G Roman Polanski echa una mirada al escote de su mujer, el pasado mayo en C
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GTRESONLIN­E Cannes

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