¿Por qué los clásicos?
Coinciden en los escenarios barceloneses dos versiones de clásicos griegos: un ‘Èdip’, de Sófocles, y una ‘Medea’, de Eurípides, ambos personajes de una gran fuerza. Una coincidencia que nos permite reflexionar sobre qué nos aportan hoy estas obras con muchos siglos de existencia a sus espaldas
Cuando Gramsci escribía sus
Cuadernos de la prisión, tenía que referirse al marxismo como “filosofía de la praxis”. Todo lo que escribía era vigilado por el régimen fascista de Mussolini y no podía hacer explícito el nombre de las cosas. Filosofía de la praxis entendía que era una buena manera de referirse a un cuerpo de pensamiento básicamente concebido para ser aplicado, para mejorar las condiciones de existencia del ser humano. Vivimos un momento en que vuelve a ser difícil referirse a las cosas por su nombre y hay que hablar de medida autoritaria cuando en realidad se trata de una medida dictatorial, por ejemplo. También está emergiendo una nueva filosofía de la praxis, que ahora ya no haría referencia al marxismo sino a una nueva manera de entender el pensamiento, no como interpretación global del mundo sino como una interpretación del día a día, como una orientación hacia aquello que nos puede, no ya hacer felices, sino quitar angustias y hacernos la existencia más soportable o agradable.
Tenemos en este sentido dos novedades sobre la mesa. La penúltima bondad (Acantilado) de Josep Maria Esquirol, que reivindica la capacidad de conmoverse, la sensibilidad, la compasión y la bondad. Después de un siglo XX de pensamientos fuertes en torno a la idea del bien que han comportado enormes crímenes, aparece un pensamiento del detalle, de la sutilidad, del análisis de las actitudes que pueden hacer más armoniosa la existencia humana. En esta dirección podría ir también Marina Garcés, cuando reivindica los clásicos del pensamiento ilustrado para extraer pautas de actitudes que nos hagan combatir formas de opresión basadas en el relato de “el mundo se acaba, corramos todos”. En el fondo, pues, estamos en la proscripción de la filosofía diletante y en la apuesta por una nueva filosofía política, un pensamiento
útil, efectivo, positivo (a pesar de la carga negativa que esta palabra ha adquirido después de toda la literatura de autoayuda); un pensamiento asociado a la acción, asociado en definitiva a descartar el “no hay nada a hacer”, porque sí que hay algo que hacer. Siempre quedan cosas por hacer.
Medea, el personaje legendario codificado por Eurípides, podría ser autora de bondad, pero lo es de maldad. Ejerce el crimen más execrable imaginable, y además se sirve del engaño para perpetrarlo. Ella dice que aceptará las condiciones impuestas por Creonte: se marchará al exilio y se llevará a sus hijos. Medea da miedo a Creonte, la intuición del rey le dice que esa mujer, poseedora de conocimientos sobre todo aquello desconocido por los hombres, puede desencadenar con sus artimañas desgracias descomunales. La tradición nos ha hecho detestar a Medea y sentir un sólido hilo de compasión por Edipo. Al fin y al cabo el rey casado en la ignorancia con su propia madre no es conocedor de haber hecho el mal. A Medea, por el contrario, la tradición la ha cargado con el lastre de la ausencia de la bondad; es expresión genuina del origen de una larguísima tradición de desconfianza hacia el género femenino que habría sido manifestación del lado más oscuro del ser humano, infringir sufrimiento incluso a costa del propio sacrificio; romper lo sagrado para saciar el propio odio. Este es seguramente el aspecto que más interesaría a Pasolini cuando encaró su aproximación fílmica al personaje. Por el contrario, el rey Edipo es un propagador inconsciente del mal. Cuando los ciudadanos de Tebas lo visitan afectados por desgracias, que atribuyen a algo que está más allá de los accidentes de la normalidad de la vida, el rey emprende la investigación que tendrá un resultado fatal. Él, conculcador ignorante de la sacralidad, es la causa del mal que atraviesa su comunidad. Si consigue nuestra compasión es porque decide investigar de manera valiente, incluso desoyendo a aquellos que le advierten de las desgracias que vendrán si persevera en la investigación.
Tuve la suerte de ver un Edipo en el National, en Londres, dirigido por Jonathan Kent e interpretado por Ralph Fiennes en el 2008. Dos decisiones de dirección, la disposición del espacio y la conformación del coro, más allá de las excelentes interpretaciones individuales, marcan aquel Edipo como una pieza de referencia respecto a la mirada contemporánea europea sobre los clásicos griegos: un enorme portalón que ocupaba el centro del escenario y que se levantaba sobre un suave cerro; y un coro de voces masculinas, bajos y barítonos que trasladaban cantando el juicio del pueblo a un Edipo poseído por su búsqueda. Nada es más poderoso que un grupo de cantantes, nada puede ser más conmovedor, como ha explicado en alguna ocasión
Medea carga con el lastre de la ausencia de bondad; por contra, Edipo es propagador inconsciente del mal
Jan Lauwers. Toda la investigación del desgraciado, la tragedia en sí, se interpretaba sobre un escenario circular que, muy lentamente, iba girando. Y al final la propia tierra se tragaba las dos enormes hojas del portalón del palacio de Tebas y Edipo, ya castigado, con los ojos reventados, aparecía: ya no tenía que ver más con sus ojos y a pesar de todo ahora es cuando todo lo empezaría a ver de verdad.
La tragedia de Edipo, Edipo rey, de Sófocles, ya nos lo da todo. Es la tragedia más perfecta de la historia del teatro occidental. Una maquinaria de precisión que cuando echa a andar no tiene traba hasta un final que es la conclusión a una peripecia humana marcada por la fatalidad desde su origen. Uno de los elementos que debilita la propuesta de este
Èdip que se puede ver en el Romea es haber querido alargar la tragedia con añadidos que no suman sino que restan. La versión de Jeroni Rubió Rodón tiene un preámbulo en castellano extraído de Borges y hace una incursión en el Edipo en
Colonos, y otro añadido de unas réplicas de Wadji Mouawad, que nos alarga la pieza con discursos excesivos y redundantes. Alguien ha comentado la incidencia que este
Edipo ha tenido sobre la dimensión política del personaje. Ya está en el texto original. Cuando Edipo recibe a los ciudadanos afectados por males diversos, él les responde que se pondrá enseguida a averiguar el origen de esas desgracias que asolan la ciudad porque “su espíritu llora a la vez por la ciudad y por mí y por ti”. El Edipo rey de Sófocles ya es un personaje que entiende la naturaleza de sus responsabilidades. Pero, más importante todavía, si del ejercicio de esas responsabilidades se deriva un perjuicio para su propia persona, da igual, eso es absolutamente secundario, porque lo fundamental es el bien común. Es fácil imaginar el traslado que podemos hacer a nuestro presente político, donde la primera reacción ante la corrupción es intentar ocultarla, incluso cuando la evidencia es palmaria y sus efectos no pueden ser más nocivos.
Por su parte, la Medea interpretada por Vilarasau es un despliegue de energía extraordinario, pero que no va mucho a ninguna parte: los efectos escenográficos, el agua, el gris, el negro de los vestuarios, generan una atmósfera industrial, fría, sobre la cual la excitación de la actriz, permanentemente revolucionada desde el minuto uno del montaje, acaba por saturar al espectador. Pasqual cita visualmente la versión fílmica de Lars Von Trier (una de sus mejores películas) y este punto de partida y también de la
Medea de Pasolini están presentes en el montaje del Lliure. Bien, desgraciadamente está lejos de la profundidad de esas dos obras, donde el tempo es otro. Pasolini y Von Trier nos invitan a participar del
misterio del mal, sin querer contestar preguntas, pero sí con voluntad de conducirnos por una experiencia de dolor humano. Al fin y al cabo, Medea es una bestia herida, pero su respuesta no es animal sino humana, porque como escribe el filósofo Esquirol “sólo puede ser inhumano lo que es humano”.
Pero bienvenida sea la mirada constante sobre los clásicos de la escena, aunque sea para tener ocasión de volver a tenerlos en las manos y descubrir, como dice Garcés, su utilidad hoy.