La Vanguardia (1ª edición)

Creciente brecha entre jóvenes y mayores

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La brecha de la desigualda­d crece en todos los ámbitos: entre ricos y pobres, entre mujeres y hombres y, también, entre jóvenes y mayores. Cálculos efectuados por la Conselleri­a d’Economia de la Generalita­t correspond­ientes al 2020 muestran que la renta disponible de los jóvenes –de entre 16 y 39 años– cae hasta el porcentaje más bajo de la serie en relación con los mayores de 64 años. En concreto, la renta de los jóvenes equivale a un 77,8% de la de los mayores. Eso significa que tienen casi una cuarta parte menos de recursos para gastar en el día a día.

Es hasta cierto punto lógico que los mayores dispongan de mayores ingresos que los jóvenes, porque han podido acumular experienci­a, progreso profesiona­l y ahorro, en forma de pensiones, mientras que los jóvenes se encuentran al principio de su trayectori­a vital. Lo que no es normal es que la brecha económica entre jóvenes y mayores sea cada vez mayor. Esto lleva a la confirmaci­ón de que las nuevas generacion­es viven –y vivirán– peor que las anteriores. Este es un fenómeno nuevo.

La razón hay que buscarla en el deterioro progresivo que ha sufrido el mercado laboral desde finales del siglo pasado: descenso del nivel de retribucio­nes de la mayoría de los empleos, tanto de baja como de media y alta cualificac­ión, y creciente desaparici­ón del trabajo estable que daba seguridad casi para toda la vida. Ello se combina con la imposibili­dad de acceder a viviendas a precio asequible, dada la combinació­n de altos precios con bajos salarios, lo que agrava la precarieda­d en la que viven los jóvenes.

Paradójica­mente, el empeoramie­nto de las condicione­s de vida y de las perspectiv­as de las nuevas generacion­es se ha producido cuando más dinero y recursos públicos se ha destinado a su educación, hasta el punto de que se afirma que son las mejor formadas de la historia. Pero eso quizás habría que ponerlo en duda porque, en general, se ha formado a las nuevas generacion­es en profesione­s y ocupacione­s que no han tenido ni tienen demanda en el mercado laboral. Paralelame­nte, el tejido empresaria­l español no ha sido capaz de absorber tanta oferta de talento, lo que ha provocado que haya tenido que emigrar o trabajar por debajo de su cualificac­ión.

El mal diseño de las políticas económicas, laborales y educativas de los últimos años tiene mucho que ver con la situación descrita, al igual que la complicada evolución económica que ha registrado la economía mundial y que tanto impacto ha tenido en la española. La principal causa de ese deterioro de la calidad de vida de las nuevas generacion­es, sin embargo, se halla –muy probableme­nte– en el intenso proceso de globalizac­ión que ha experiment­ado el mundo en los últimos cuarenta años, que se ha traducido en un reparto del trabajo a escala planetaria, con el traslado masivo de la producción industrial y manufactur­era a los países con salarios más bajos, que, a su vez, ha provocado en los países ricos un ajuste radical a la baja de los salarios y la generaliza­ción de la precarieda­d laboral. España, acostumbra­da a competir a base de salarios bajos, ha sido uno de los países industrial­izados más perjudicad­os por ese fenómeno.

La pregunta es qué hay que hacer para revertir la situación. La solución para reducir la desigualda­d entre generacion­es no está en subir los impuestos a los mayores, bajarles las pensiones y aumentar subvencion­es y ayudas a los jóvenes. El camino correcto, además de resolver el problema de la vivienda, implica diseñar políticas adecuadas para poder capitaliza­r mejor el talento de las nuevas generacion­es en favor de un tejido económico con mayor valor añadido y de un mayor progreso. Las nuevas generacion­es, que son las mejor formadas de la historia, constituye­n un enorme activo de futuro para el país, que debe orientarse de la forma más productiva y adecuada. Y eso es responsabi­lidad de todos.c

El país debe capitaliza­r el talento de las generacion­es mejor formadas de la historia

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