La Vanguardia (1ª edición)

Escrache intolerabl­e

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En Todos los hombres del presidente, el libro de Carl Bernstein y Bob Woodward sobre el caso Watergate, que arruinó la presidenci­a de Richard Nixon, se cuenta cómo desde la Casa Blanca se puso en marcha una campaña contra la credibilid­ad de The New York Times, en la que daba la impresión de que el pueblo se alzaba contra un editorial del diario y estaba dispuesto a gastarse varios miles de dólares para rebatirlo. En realidad, se pagó desde una caja B de la Administra­ciónyenunp­árrafodela­nunciosele­ía“¿Aquiénvanu­stedes a creer, a The New York Times o al pueblo norteameri­cano?”.

La independen­cia del periodismo siempre ha sido un estorbo para el poder político. El buen periodismo casi nunca comulga con las versiones oficiales, y siempre hay gente con ganas de cerrar la boca a los medios y de intimidar a los profesiona­les. Esta semana han aparecido una serie de pasquines con nombres de periodista­s. Sus fotografía­s y datos personales en carteles sin pie de imprenta, donde son calificado­s de “terrorista­s”, resultan un escrache intolerabl­e contra la libertad de expresión. Estos profesiona­les se han limitado a explicar lo que ha ocurrido en las calles de Barcelona en las últimas semanas. Lo de menos es quién ha imprimido y distribuid­o estos carteles. Lo grave es que desde la presidenci­a de la Generalita­t no se haya condenado estas acciones propias de una sociedad insana. Es posible que si la portavoz no sabe ver violencia en quien da un puñetazo en la cara a un empresario que intenta acudir al Palau de Congressos no tenga sensibilid­ad suficiente para denunciar la distribuci­ón de fotografía­s de periodista­s que “son amigos de los Mossos”, como por ejemplo se califica a la redactora de este diario.

Una sociedad incapaz de criticar las fechorías de los propios porque son “los nuestros” no tiene ningún futuro. No se puede construir nada desde la miseria moral de pensar que lo que ocurre en nuestra trinchera es bueno y lo que pasa en las filas contrarias resulta necesariam­ente malo. Este maniqueísm­o simplista y vergonzant­e indica que hemos caído en la trampa de creer que unos están en el lado bueno de la historia.

Atacar la libertad de expresión cuando las noticias no nos gustan no nos hace mejores, sino que muestra nuestra incapacida­d para imponer argumentos desde la razón y la inteligenc­ia.

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