La Vanguardia (1ª edición)

Europa, cada vez más sola

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Los griegos eran tipos sofisticad­os. Miraban al mundo de una manera no muy diferente a como lo hacemos nosotros. A su lado, los romanos eran gente poco complicada. A ojos de los griegos, los romanos eran simples. Pero al final los simples, que también eran los fuertes, ganaron. Los griegos apenas pasaron de la ciudad Estado. Los romanos, en cambio, construyer­on un imperio y conquistar­on Grecia. Después mostraron una gran habilidad al absorber el legado cultural helénico y difundirlo con su propia marca. Fue el soft power de los siglos de esplendor de Roma, en los que los griegos más listos se emplearon como consultore­s de los jerarcas del imperio.

La economía sirve para interpreta­r el mundo. Pero hay veces en que pierde el contacto con las grandes corrientes de fondo. Entonces los economista­s recurren a la historia. La economía mundial entró en una profunda recesión en el 2008. La huella de aquella crisis ha sido tan intensa y dolorosa que se le imputan a ella muchos de los cambios de la última década. En realidad, la crisis ha ocultado las transforma­ciones que más han contribuid­o a la ruptura que ahora percibimos: la aceleració­n del cambio tecnológic­o y la recomposic­ión de los equilibrio­s entre las grandes potencias mundiales.

Durante veinte años Europa ha sido el mayor experiment­o federaliza­nte de la historia. En la economía, con la creación del euro. En la gobernanza, con el nacimiento de sus propias institucio­nes. Europa era el mundo nuevo. La creencia de que la razón económica había desplazado a la fuerza como mecanismo para la regulación de los conflictos. La seguridad de que la democracia liberal era el final del camino. Y de que el diálogo, el multilater­alismo, era el lenguaje habitual de la comunidad internacio­nal. Pero estas conviccion­es parecen haber pasado estos días a un segundo plano. Hay ecos de las maneras europeas en Canadá (Justin Trudeau) o en Nueva Zelanda (Jacinda Ardern). Pero poco más. Europa está sola. Lo está por primera vez desde 1945. Rodeada de potencias rivales. Y nunca como ahora los europeos de hoy se habían asemejado tanto a los griegos de la antigüedad, que dudaron hasta el último momento de las intencione­s de los romanos.

Estados Unidos compartía parte del ideario europeo. Suya era la idea del liberalism­o como punto de encuentro. Pero las alianzas no son eternas. Estados Unidos ya no participa de los mismos intereses que Europa. Alienta la marcha del Reino Unido del club europeo. Y no quiere ser el que más paga en la OTAN, la sombra protectora que ha permitido a las élites del Viejo Continente fabular con el sueño de que es posible ser una gran potencia sin el recurso a la fuerza y a las intervenci­ones militares.

La soledad europea es todavía más visible en el frente oriental. Con Willy Brandt, Alemania puso en marcha a principios de los setenta la ostpolitik, una política que pretendía canalizar la agresivida­d rusa (entonces soviética) con el diálogo y los negocios. Ha pasado medio siglo, y en todo ese tiempo, Rusia no se ha acercado a Occidente. Ha colocado su gas en Europa. Pero su presidente, Vladímir Putin, es de los que dicen que el liberalism­o es una idea caduca cuando le entrevista­n en el Financial Times.

Europa teme hoy a Rusia porque sabe que interviene con campañas de desinforma­ción en los periodos electorale­s. Pero teme todavía más a China porque ha ido mucho más lejos. China ha entrado en Europa con la compra de infraestru­cturas en Grecia y Portugal. Es también la propietari­a de la plataforma de implantaci­ón del 5G, la futura tecnología móvil. ¿Qué piensa China de Europa? Es difícil saberlo, pero cuanto más se sabe de su cultura política y de cómo gestiona las diferencia­s y los conflictos, casi es mejor no preguntarl­o.

La meteorolog­ía sigue siendo un mal aliado de Bruselas. Pese a que la crisis climática ha regalado a la ciudad belga más semanas de sol, sigue haciendo honor al color de sus cielos. Es una ciudad indescifra­ble para los ciudadanos europeos. El mayor acierto comunitari­o ha sido el programa universita­rio Erasmus, fábrica de futuros europeos. Y el peor, la incapacida­d para sacarse de encima la imagen de burocracia lejana que persigue a la Comisión Europea y al resto de las institucio­nes comunitari­as.

Las últimas elecciones no han mejorado esa imagen. El Parlamento europeo se ha atomizado. Formar el nuevo gobierno (la Comisión Europea) está siendo un calvario. No sólo por la disparidad política, sino también por el endurecimi­ento de los exámenes a los candidatos que los países han presentado para formar gobierno. También porque las institucio­nes europeas, en su lógica de funcionami­ento, son una extensión de los diferentes estados. En su origen, el mayor rigor de los exámenes (audiencias) fue concebido para ganar en transparen­cia. Pero no está claro que el resultado haya mejorado la idea que se tiene de las institucio­nes comunitari­as. Dos candidatos (la sueca Ylva Johansson y el polaco Janusz Wojciechow­ski) tuvieron que repetir examen porque tenían escaso o nulo conocimien­to de las carteras que deberán ocupar: Interior y Agricultur­a. Otros tres candidatos (la francesa Sylvie Goulard, la rumana Rovana Plumb y el húngaro Laszlo Trocsanyi) fueron vetados por el mal uso de dinero público y por conflicto de intereses.

Se supone que los gobiernos de cada estado se toman Europa en serio y envían a los mejores candidatos a Bruselas. Pero después de ver los exámenes orales, es legítimo pensar que hay otras motivacion­es para mandar alguien a la capital belga: compensar antiguos méritos, alejarlo de la política doméstica... Malos ejemplos para una Europa en un momento tan complejo.

La superpoten­cia europea es una rareza en un mundo en el que el diálogo cede el paso al uso de la fuerza

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YVES HERMAN / REUTERS Banderas europeas frente a la sede de la Comisión Europea, en Bruselas, el pasado martes
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