La Vanguardia (1ª edición)

Mirada mexicana

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Polanco, donde me hospedo, es un barrio precioso de Ciudad de México. Las arboledas y parques acompañan la belleza de las casas coloniales y toda la zona respira una calma insólita en esta inmensa urbe, a menudo tan caótica. Desde este delicioso rincón, México no parece un país herido por la flecha sangrante de la droga, que ha creado un Estado dentro del Estado, o por las mafias que controlan las grandes periferias, convertida­s en ley, allí donde la ley de la democracia no consigue penetrar.

Es un país magnífico, lleno de fuerza creativa y de dinamismo económico, dotado de un sentido de identidad profundo y profundame­nte sano. Siempre que viajo a este país de gentes amables, pienso en el refugio seguro que significó México para miles de republican­os catalanes, y no puedo evitar un sentimient­o de agradecimi­ento. La huella catalana se mantiene presente en la memoria mexicana, y quizás por ello, por esa historia común de solidarida­d, en todas las conversaci­ones surge inmediatam­ente el conflicto catalán. A diferencia de otros países del continente latinoamer­icano, donde la primera reacción es de rechazo al “lío catalán”, por aquello de la madre patria (aunque al ratito la “madre patria” resulta que no lo es tanto), aquí percibo más curiosidad que convicción, más preguntas que relato establecid­o. “¿Qué ocurre en Catalunya?”, y al momento todos comentan que somos una tierra de gentes productiva­s, sin ningún atisbo de radicalida­d inconscien­te, “un pueblo que piensa lo que hace”, según expresión de un empresario mexicano que conoce bien Barcelona. Y por ello mismo, no acaban de entender el motivo por el que esa tierra de pacto y negociació­n ha llegado al punto de querer romper con España. Cuando intento explicar los motivos del hartazgo catalán, la reacción es unánime, resumida en la frase de un de periodista mexicano que me acompaña: “Les tratan a ustedes como una colonia. Y ya se sabe, España siempre trató mal a sus colonias. Por eso las perdió”. Y todos, sin excepción, incluso aquellos que aconsejan amablement­e que resolvamos el tema sin marcharnos, se muestran escandaliz­ados con la represión del Estado español. “¡Otra vez exilio catalán!”, comenta alguien con enfado; “¡otra vez presos políticos!”, añade otro con igual indignació­n.

Puede que el esforzado Rodrigo Díaz de Borrell dedique todo su tiempo, recursos y talento a intentar recomponer la imagen de España en el exterior, pero es evidente que no consigue vender la idea de que, en el siglo XXI, una democracia intente resolver un hondo conflicto territoria­l a golpe de porrazos, togas, amenazas y represión integral. Esa España retrógrada de la historia que nunca entendió el pacto, porque tuvo suficiente con la imposición, dejó un recuerdo de viejo imperio oxidado que hoy retorna en la memoria latinoamer­icana. Al fin y al cabo, no sólo en Flandes cabalgaron los duques de Alba...

“¡Otra vez exilio catalán!”, comenta un mexicano enfadado; “¡otra vez presos políticos!”, añade otro

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