¡Quisimos tanto a Bobby!
Hace 30 años, con motivo del vigésimo aniversario del asesinato de Robert Francis Kennedy, más conocido como Bobby Kennedy, publiqué un artículo con este mismo título. Era la oda emocional de un cronista treintañero a un mártir trágicamente abatido con apenas 43 años. Hoy, en todo caso, sí hay un consenso bastante generalizado en el sentido de que los 82 días que mediaron entre el anuncio de la campaña presidencial de Bobby Kennedy y su asesinato en la despensa del hotel Ambassador de Los Ángeles constituyeron una experiencia irrepetible en los anales de la política norteamericana y una transformación sin precedentes de la personalidad de un candidato a la presidencia.
En efecto, el sexto hijo de Joe y Rose Kennedy fue un niño tímido y malcarado, menos dotado físicamente que sus hermanos mayores, Joe junior y Jack, y menos simpático y dotado para la política que su hermano menor Ted. Tras la muerte del primogénito en una misión aérea suicida acaecida en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, el joven Bobby se convirtió en el chico para todo e implacable guardián de su hermano Jack, el futuro presidente, al que sirvió con una lealtad casi perruna.
Por otra parte, sus primeras experiencias profesionales por cuenta propia resultaron conflictivas, como su breve paso por el comité de actividades antiamericanas del tristemente célebre senador McCarthy –el de la caza de brujas– o convertirse en el azote del sindicato de los camioneros en una comisión de investigación del Senado. Nombrado fiscal general con apenas 35 años y para sorpresa generalizada en el gobierno presidido por su hermano, Bobby tampoco hizo muchos amigos en aquella época, caracterizada en su caso por una lucha sin precedente contra el crimen organizado y la obsesión por derrocar a Fidel Castro en Cuba.
El asesinato de su hermano en Dallas tuvo unos efectos devastadores sobre Bobby. Con evidentes síntomas de depresión, adelgazó hasta extremos alarmantes y, según todos los indicios, le atormentó durante años la idea de que el magnicidio fuera una consecuencia de la guerra sucia contra Fidel Castro o de la guerra limpia contra la mafia.
Elegido senador por Nueva York y alejado cada vez más del presidente Johnson por culpa de la guerra del Vietnam, cuando en marzo de 1968 anuncia su candidatura a la presidencia contra el consejo de su hermano Ted y de la práctica totalidad de los que habían sido asesores de su hermano Jack, el político hosco, inarticulado y pleno de aristas se transformó en un líder extraordinariamente carismático.
Aquella breve campaña mágica se asemejó por las muchedumbres congregadas y el entusiasmo desatado a las giras que los Beatles habían realizado por Estados Unidos apenas unos años antes. Bobby se posicionó en un progresismo radical en materia económica, social y de derechos civiles que atrajo a los jóvenes y a las minorías étnicas, a la par que constituía un evidente reclamo para los nostálgicos de Camelot.
Aún más inesperada fue su capacidad para alcanzar cotas oratorias inimaginables sólo unas semanas antes. Su discurso desmitificador del Producto Nacional Bruto o el pronunciado a las pocas horas del asesinato del reverendo Martin Luther King forman parte de la más pura excelencia retórica y no es fácil evitar la lágrima furtiva al escucharlos medio siglo después.
Tras su victoria póstuma en las elecciones primarias de California, ¿habría sido capaz de obtener la nominación demócrata a la presidencia? Y, aún más importante, ¿se habría impuesto al exvicepresidente Nixon y al gobernador segregacionista George Wallace en noviembre de aquel fatídico año? El corazón dice que tal vez, pero la razón tiene serios motivos de duda. Cuatro años después, con un programa no muy distinto al de Bob Kennedy, el candidato demócrata George McGovern fue abrumadoramente derrotado.
En todo caso, la conversación más escalofriante tras su asesinato fue la que relató el veterano periodista, de Newsweek John J. Lindsay. Preguntado por su colega Jimmy Breslin si Bobby lo tenía todo para llegar hasta el final, Lindsay respondió: “Por supuesto que lo tiene, pero no llegará al final. Alguien le disparará antes. Yo lo sé y tú lo sabes. Tan seguro como que tú y yo estamos aquí sentados es que alguien le disparará. Y, Dios mío, creo que ya no tendremos país después de eso...”.