Una crítica puntual
Una presidenta que actúa como una institutriz severa porque los diputados se comportan como alumnos gamberros. Esta es la imagen de un Congreso de los Diputados en el que la presidenta Ana Pastor ha tenido que recordar a sus señorías que, dentro del hemiciclo, no se puede comer, ni hacer selfies en plena sesión ni impedir hablar, insultar o hacer comentarios incontinentes mientras un colega está en la tribuna. Ayer eso no cambió pero devaluó la sustancia de algunos discursos, con inspirados giros retóricos, de ironía corrosiva, o apelaciones a la dignidad democrática que, si no estuviéramos curados de espantos, incluso podrían ilusionarnos.
¿Como acabará todo este lio? Ni idea. ¿Será una oportunidad inexplorada basada en inocularnos el virus de la amnesia o desembocará en el falso chantaje de convalidar la corrupción para poder mantener la estabilidad? ¿Caeremos en un pozo de inestabilidad y pánico agravado por el adiós de Zidane? Ayer los portavoces se ganaron el sueldo (y las dietas) pero perpetuaron hábitos de falta de respeto que no sólo son crónicos en el hemiciclo sino que refuerzan una complacencia tribal que ni la presencia de mujeres o de apóstoles de una supuesta nueva política parecen querer cambiar. Y, por si eso fuera poco, el pleno empezó con siete minutos de retraso. ¿La razón? El presidente Rajoy llegó tarde, con aquella pachorra, y fue recibido con aplausos, un ritual cada vez más frecuente de lameculismo-leninismo. Pastor esperaba con su expresión nigromántica habitual y probablemente deben existir razones de estado y seguridad que justifican el retraso. Pero me sorprendió la falta absoluta de respeto por la puntualidad y que, como mínimo, no se pidieran excusas y se explicara, con rigor pedagógico, una circunstancia que se puede producir pero que no puede ampararse en la excusa antropológica de los minutos de cortesía. Tampoco Rajoy fue cortés, que subió a la tribuna sin excusarse.
¿Es importante este detalle o es la típica parida de columnista sin ideas? Comparado con la gravedad del colapso civil al que nos han llevado nuestros políticos, no es trascendente. Pero precisamente porque hemos llegado hasta aquí y parece claro que los intereses particulares disfrazados de patriotismo están por encima de una gestión más prosaica de los problemas, corregir el retraso habría ayudado a situar a los políticos en un ámbito más real, en el que la sospecha de una alternancia en la incompetencia no fuera tan descarada. No sé si sobreviviremos, pero cuando el retraso se convierte en institucional sirve de coartada por todos los retrasos, mucho más graves, que forman parte de nuestra vida. En algún momento de mi juventud, cuando ya quedó claro que teníamos ideas y niveles de compromiso muy diferentes, a mi padre, que también fue diputado, le gustaba decirme: “La mejor virtud de una persona es la puntualidad”. Y para no traicionar su sentido de la ironía solía añadir: “Y a veces es la única”.
Ana Pastor observaba la conducta de los diputados con su expresión nigromántica habitual