La palabra vacía
Dicen los entendidos que desde el siglo XX nuestra humanidad ha abandonado la retórica: ahora nos gusta llamar las cosas por su nombre, y expresar nuestros pensamientos sin florituras. Hojeando los programas educativos de los países de nuestro entorno parece confirmarse esa impresión: la Retórica, tercera de las disciplinas del Trivium medieval, ha desaparecido de los programas de enseñanza. En la conversación corriente, calificar una frase de retórica –peor aún, de mera retórica– es poner en duda la veracidad de su contenido o las intenciones de quien la profiere. Al insistir en que alguien es un gran orador damos a entender que lo consideramos un encantador de serpientes.
Pero el que hayamos olvidado la retórica como asignatura no quiere decir que esta haya desaparecido de nuestro mundo. No puede desaparecer, porque la retórica no es más que el arte de la persuasión, y esta es parte esencial de nuestra comunicación. Al contrario, la retórica ocupa una parte creciente de nuestro lenguaje y casi de nuestro pensamiento, aunque no seamos conscientes de ello. Desde el hombre de Estado al vendedor de crecepelo, casi todos deseamos persuadir cuando hablamos, por sencillo que parezca nuestro lenguaje y franca nuestra expresión. Lo específico de nuestra época es que el retórico ejercita sus artes sobre un público indefenso, que desconfía instintivamente de él pero ignora sus trucos, y eso hace a ese público aún más vulnerable. La atención a la retórica nos puede ilustrar sobre el verdadero contenido de una frase y sobre las intenciones del orador. Veamos un ejemplo.
Hace unos días, la nueva presidenta de la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC), la doctora Elisenda Paluzie, era entrevistada en televisión. Al tratar de las recientes algaradas frente a la Delegación del Gobierno de Barcelona, mientras se proyectaban en la pantalla las imágenes de un grupo de patriotas luchando a brazo partido con unos Mossos, el comentario de la doctora Paluzie fue (creo que reproduzco sus palabras exactas): “El Estado español no podrá soportar una Catalunya en revuelta”. Es posible que una mente legal, aunque perpleja por haber escuchado esas palabras en boca de la presidenta de una organización manifiestamente pacifista, viera en la combinación de imágenes y palabras una incitación a la rebelión. Por su parte, un modesto seguidor de Cicerón podría recordar las tres funciones no mutuamente excluyenretórico tes, de la retórica: enseñar, deleitar y motivar, y se inclinaría a pensar que las palabras de la doctora Paluzie iban encaminadas a motivar al auditorio. Motivarlo ¿a qué? Seguramente a imitar a los energúmenos que peleaban con los guardias. El aprendiz de habría llegado a una conclusión, quizá aventurada pero no carente de lógica, muy parecida a la del jurista. Cualquier persona con un mínimo de criterio hubiera visto, tras la amable sonrisa de la presidenta de la ANC, el anuncio de una estrategia que seguir por los miembros de la ANC y sus simpatizantes: tratar de derrotar al Estado a través de una insurrección de baja intensidad.
No es momento de especular sobre las posibles consecuencias de esa estrategia, porque uno sospecha que los meses venideros darán ocasión de sobra para debatirlas. Volvamos a las palabras. Los últimos episodios del procés han sido intensivos en el uso consciente de la retórica. A veces, acciones potencialmente reprobables han sido designadas con términos laudatorios: así, “exilio” ha pasado a designar lo que es “huida”. Al mismo tiempo, los representantes del movimiento independentista se han visto inducidos a calificar de meramente simbólicas ceremonias celebradas con la mayor solemnidad. Nuestro lenguaje cotidiano se ha ido vaciando de contenido a veces, se ha ido pervirtiendo otras; las palabras han ido perdiendo peso, convirtiéndose en envases en los que uno puede introducir lo que más le convenga.
Las palabras pesan, y su peso depende de quien las diga. Quien ostenta una responsabilidad debe medirlas, porque la libertad de expresión tiene sus límites. Así, calificar la Constitución de 1978 de “triste papel” no es propio de un presidente de la Generalitat cuya autoridad se deriva de esa Constitución. Como es de mal gusto evocar la imagen de una Catalunya en revuelta contra un Estado represor, aprovechándose precisamente de que Estado es excesivamente transigente con esas manifestaciones.
Durante demasiado tiempo hemos permitido, en nombre de la libertad de expresión, pronunciamientos públicos que hubieran sido sancionados en democracias más sólidas que la nuestra no echando mano del Código Penal, sino por la presión de sus propios ciudadanos. Aquí, desde las más altas instancias del Gobierno hasta los ciudadanos corrientes hemos sido, no tolerantes, sino negligentes o cobardes.
Hay que volver a sacar brillo al lenguaje, volver las palabras a su significado original y tratarlas con consideración, porque un lenguaje limpio y cuidado es señal infalible de una sociedad sana.
Las palabras han perdido peso, convirtiéndose en envases en los que uno puede introducir lo que más le convenga