La sanidad pública
En mi lejana y gris infancia eran excepcionales las visitas al médico, ya fuera el pediatra o el médico de cabecera. Recuerdo una visita de este último para diagnosticarme un sarampión y recomendar oscurecer las lámparas con telas de colores.
Era inimaginable ir al médico por un resfriado o simples minucias. Entre otras razones, porque muchas familias no tenían ninguna cobertura pública o privada que garantizara la atención sanitaria. Más inimaginable habría sido pedir una visita al médico para que certificara que estaba enfermo y no podía acudir a la escuela. Bastaba la palabra de mi madre, una llamada al colegio. Cincuenta años después, la situación es totalmente diferente. Disfrutamos de un servicio sanitario público gratuito, todas las horas del día y todos los días del año. La población, mucho más formada que la generación de nuestros padres y abuelos, colapsa las consultas de pediatría y medicina general por
cuatro mocos y para pedir un sinnúmero de papeles, entre ellos certificados para justificar ausencias escolares o laborales.
Más allá de la crisis económica y sus efectos sobre la precariedad de nuestros servicios pú-
blicos, deberemos tener más en cuenta el cambio cultural y social de la sociedad para intentar mantener un cada vez más precario Estado de bienestar.
ANTONI AGUSTÍ MARTÍ Olot