Bodas en la biblioteca
Oriol Broggi conoce tan bien su teatro de la Biblioteca de Catalunya que, estoy seguro, puede dibujar dormido el espacio escénico que le hace falta para cada nuevo espectáculo. Por eso muy a menudo se reserva el trabajo de diseñar lo que normalmente haría un escenógrafo. Y por la misma razón, para encajar Bodas de sangre ,el director acaba de conseguir un espacio a cuatro bandas, un terreno de juego más grande que nunca. Esta vez el aforo del teatro es de 260 espectadores y para que todo el mundo les entienda los intérpretes tienen que vencer algunas dificultades. La estructura longitudinal de la escena hace que dos sectores de público estén muy alejados el uno del otro, lo cual, quieras que no, obliga a gritar aquella palabra poética de Federico García Lorca que quizás se haría más cautivadora si se hubiera podido decantar por un tú a tú o por la media confidencia.
No hay duda: la domesticidad que ampara la evocación de las tragedias solariegas y las que viajan, claro está, con las pasiones del sexo o con las hostilidades vecinales, ha desaparecido de estas Bodas de sangre. El montaje, en cambio, se ha contagiado de un perfume épico al aludir a las costumbres andaluzas nacidas de la tierra y que reclaman la bendición por quien ha plantado aunque sólo sea tres árboles. Al mismo tiempo, la palabra necesariamente gritada que digo, tiene un punto emblemático cuando Leonardo, el único personaje con nombre propio de la obra, no se priva de dirigirse en voz alta a la mujer deseada para reclamarle que se case como él se casó. Es decir, la cuestión previa a la tragedia –objeto en su día de disquisiciones de los especialistas–, el director cree que se tenía que proclamar a los cuatro vientos, y no como el consejo discreto de un amante que se excita con la idea de la próxima posesión de la mujer secretamente querida.
El formato del espectáculo, en este caso tan fundamental, ha dictado, pues, el estilo de cada escena. Y no tan sólo el más obvio, como las carrerillas de las alegorías de la Luna, con su manto azulado, y las de la vieja Mendiga, gafe, ondeando un río de sangre imponente a lo largo de todo el pasillo central. Cuando conviene un diálogo discreto entre la novia y su futura suegra, las dos mujeres de negro cogen cada una su silla, hasta entonces situadas a una gran distancia, y las acercan hasta la medida de una razonable conversación (aunque ambas actrices no se ahorrarán un tono de voz especialmente alto).
La escena estirada ha supuesto, imagino, un esfuerzo especial a Nora Navas, enfrentada a la necesidad de modular cuatro papeles básicos de la obra. Pienso que, por eso, es la figura más meritoria y convincente de estas bodas trágicas. Impresionante la actuación de la novia Clara Segura, el personaje más contenido de la trilogía de la abstinencia sexual que escribió Lorca (Bodas..., Yerma, Bernarda Alba); creo que a Pau Roca, el novio, le falta un poco de energía y que Ivan Benet hace una excelente interpretación de Leonardo, el desencadenante de la tragedia. Broggi ha escogido muy bien las intervenciones de un magnífico caballo, con mucho campo para correr, montado con una técnica exquisita por la jinete Montse Vellvehí.
Formidable, a mi entender, la música de Joan Garriga.