El mundo de la urgencia
En vísperas de dar paso al nuevo inquilino del Elíseo, François Hollande ha hecho en este diario unas declaraciones que suenan crepusculares, como corresponde al desiderátum del pato cojo. Pero creo que son también útiles, una vez que el personaje se siente ya alejado del oropel.
El presidente de la República Francesa dice que vivimos en el mundo de la urgencia. Advierte que, frente a los populistas que se sitúan en la inmediatez de los tuits, la Europa unida adolece de la capacidad de tomar decisiones. Sin embargo, la eficacia exige autoridades que decidan rápido; y concluye, “esta es la gran lección de estos años de crisis”.
Tiene razón. La realidad de Europa está constituida por 27 países con intereses, contingencias, limitaciones, restricciones y eventualidades propias y –en último término– útiles. Cabría añadir que parece una premiosa Babel, que sufre crisis de reputación y se va desvaneciendo, incapaz de ilusionar a un cuerpo inerme de 500 millones (de donde habrá que restar los 64 del Reino Unido) de europeos ávidos, apáticos, descreídos, impasibles, renegados, escépticos... (cada cual que escoja lo que quiera).
El inventario de problemas que nos afligen tiene que ver con el miedo y la inseguridad que genera la apertura de las fronteras; el temor al desorden y al terrorismo islámico; la preocupación porque los principios y valores tradicionales se vean postergados y el desánimo que provoca que el Estado del bienestar y la redistribución de la riqueza puedan convertirse en una especie de comunismo de nuevo cuño en el que el esfuerzo, el trabajo y la excelencia se vean penalizados.
Si a esto le unimos la deficiente gestión de la crisis de los refugiados, las primaveras árabes, el conflicto ucraniano o la desigual reacción ante los atentados terroristas, tendremos ya una visión casi completa de las dificultades que los europeos estamos encontrando para hacer frente a tareas fuera de nuestras fronteras. Y eso sin contar lo espinoso que a los españoles (y a otros europeos) les resulta gestionar su particular proyecto.
La Comisión Europea (CE) se ha puesto manos a la obra. Está obligada a acertar en el diagnóstico y no puede ser indulgente, puesto que si erramos en la farmacopea –transformación o desmantelamiento–, el populismo –esa nueva religión astuta, que se enseñorea de los votos en los países ricos– será pronto un movimiento imparable.
Parece pues inevitable abordar cuestiones cardinales, como la obligada unanimidad para adoptar las principales decisiones, las fallas institucionales, el derroche en sueldos, asesores y pensiones... A todas estas carencias hay que sumar la falta de un proyecto ilusionante, pues se regula con detalle la mantequilla, pero no hay regla sobre la inmigración.
Se impone repensar la UE. Tal vez no sea descabellada la fórmula de las dos velocidades, tras favorecer la salida de aquellos a los que no interesa o son incompatibles o que no pueden o no quieren avanzar hacia la unión política, estación final del proceso iniciado hace ya sesenta años.
Incluso podría ser ésta la mejor opción, aunque también puede suceder que se dé vida a dos Europas de distinta velocidad pero igual de ineficaces. Esta solución pudiera tener otro efecto inconveniente: el de ampliar la brecha que existe en algunas materias (euro, PAC, Schengen, Eurocuerpo...), y hacer imprescindible una creciente burocracia para regular el aún más confuso magma.
En cualquier caso, lo que no se puede seguir ocultando es que resulta imposible culminar el proceso de unión a 27 velocidades, como sería necesario si se quiere atender a las diferencias económicas, sociales y culturales entre los estados miembros. Como se ha hecho con la operación de salvamento de las cajas de ahorro, que con el mayor tamaño ha permitido reducir los defectos de gestión, habría que buscar una masa crítica para conseguir que el tamaño constituya una protección. Por otra parte, las fórmulas para poner en marcha la bifurcación están en los tratados.
Si no se avanza más rápidamente hacia la unión, entraremos en un hábito lento e inexorable de somnolencia, propenso a desembocar en la consunción de ese invento tan necesario para todos o casi todos que es la UE. La elefantiasis ha contribuido a la incomodidad de los que han optado por irse, la desgana de los que se quedan y la desafección de los que están pensando si se quedan o se van.
Y llegados aquí, uno se pregunta ¿cuántos, de los 500 millones, están razonablemente satisfechos del estado de forma en que se encuentra esta magna obra que nació con entusiasmo juvenil y renquea, pesimista y perpleja?
De ahí que sea imperioso que el White Paper de la Comisión acierte porque marrar el tiro tendría consecuencias predecibles y desastrosas. Para ese diagnóstico hay que partir de la evidencia de que se ha creado una megaestructura, lenta e ineficiente, para dar cabida a los intereses de cada país. Y como fruto de la divergencia de intereses y también de la lenta burocracia, está todo regido por una sempiterna indecisión.
La integral de todos estos factores es desconfianza en nuestra propia capacidad, de manera que los beneficios y bondades del andamiaje, tan costoso y poco transparente, han ido quedando en un segundo plano. Sin olvidar que parte de los problemas surgidos del reconcomio actual, se deben a una evidente falta de liderazgo en la conducción del vehículo y al temor tan humano frente al futuro para regresar a un pasado conocido (hoy imposible) de soberanía nacional, con libertad para devaluar, regular, proteger, etcétera.
La dureza del pleito que generará la salida del Reino Unido, que obligará a una convalecencia durante algún tiempo, podría compensarse con la oportunidad que tienen los países que quieren la primera velocidad y que decidirán en el proceso de aglutinar al resto en torno a un objetivo. Conviene, en justicia, recordar que los británicos siempre dejaron clara su oposición a la unión política.
Con unas gotas de cinismo y haciendo de la necesidad virtud, se abre una ventana de oportunidad para retomar la base fundacional de la UE. Una Europa sin tantos parches, con objetivos claros, con la motivación para alcanzarlos y con una autoridad que haga cumplir la legalidad.
Rescatar la idea de una Europa con futuro exige más entusiasmo que el que muestran políticos a la defensiva, a los que los europeos de a pie observan con callado desprecio intelectual y que sólo parecen interesados en un modus vivendi cocinado con facundia mal estofada.
Así que conviene avivar (tarde, mejor que nunca) ese atisbo de remedio que es la Europa a distintas velocidades, sin olvidar que la unión bancaria y fiscal exigen solidaridad para soportar los riesgos – algo políticamente tan difícil que parece imposible–, y que esa solidaridad es clave para completar la construcción de la unión económica e indispensable para culminar la unión política.
Si seguimos sin entender la importancia de la urgencia, de la con frecuencia denostada urgencia, cualquier persona podría concluir que lo difícil es no ser euroescéptico.
Se abre una ventana de oportunidad para retomar la base fundacional de la UE