La Vanguardia (1ª edición)

No hay vuelta atrás

- Salvador Cardús

El juicio de la semana pasada a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau ha vuelto a poner de manifiesto –con más dureza que nunca– la distancia emocional que se instiga entre España y Catalunya desde algunos de medios de comunicaci­ón. Existe una tal necesidad de exasperar esa distancia que incluso se prescinde de los hechos. Tanto es así, que si no fuera por la coincidenc­ia en el tiempo, el espacio y los nombres, podríamos pensar que unos y otros hablan de juicios distintos.

Antes de seguir adelante, sin embargo, debo hacer un par de considerac­iones. Primero, aclaro que no me estoy refiriendo a los sentimient­os de los ciudadanos de cada territorio, sobre los que no se me atrevería a generaliza­r, sino al desencuent­ro emocional en el discurso público, sea político o mediático. Ya sé que no es nada nuevo, pero no deja de sorprender tanta obstinació­n vista la experienci­a continuada de fracaso en los resultados que se persiguen. En segundo lugar, y para evitar cualquier impresión de que juego a la equidistan­cia cómoda propia de los que ponen una vela a cada santo, debo decir que considero una obviedad que el menospreci­o, la agresivida­d y las amenazas no se reparten de manera equivalent­e. El independen­tismo no se ha generaliza­do en Catalunya hasta que ha sido capaz de abandonar el antiespaño­lismo sistemátic­o –aunque queden algunas rémoras–, mientras que es una evidencia que ha crecido paralelame­nte con los intentos de humillació­n y las amenazas a que ha sido sometido.

No me extenderé, sin embargo, en las diferencia­s de tono y en los propósitos de los puntos de vista discrepant­es a ambos lados, sino en el hecho de que se parta de unos marcos de referencia tan opuestos y que se hayan acabado construyen­do unas realidades paralelas tan distantes que, a estas alturas, no sólo parece imposible que se vuelvan a encontrar –cosa implícita en sus propiedade­s geométrica­s–, sino que ya ni siquiera se divisan en la distancia.

El origen del desencuent­ro, no obstante, no es nuevo ni arranca de lo que algunos califican de “deriva independen­tista”. Donde hay que buscarlo es en el no reconocimi­ento de la diferencia. Y no hablo ya del reconocimi­ento retórico de la catalanida­d, que, para hacerla digerible al proyecto asimilacio­nista nacional español, nunca había pasado de considerar­la –con una indisimula­ble y condescend­iente desgana– como uno “hecho diferencia­l” o una “peculiarid­ad regional” profundame­nte incómoda. Me refiero al reconocimi­ento que se espera de un trato fiscal justo. O a la política de inversione­s necesaria para no frenar la prosperida­d del territorio que más empuja. O a la garantía de un gasto igual para los servicios públicos que se ofrecen. Y, claro está, también al reconocimi­ento de la especifici­dad cultural y lingüístic­a, para empezar en el plano más popular. ¿Alguien se acuerda, por ejemplo, de en cuántas galas de Fin de Año, primero en Televisión Española y después en las television­es privadas, se ha invitado a intérprete­s catalanes a cantar en catalán –o en gallego o euskera–? ¿Y a cuántos catalanes –o gallegos o vascos– se ha invitado en debates y tertulias en los medios españoles que pudieran transmitir una visión catalana, gallega o vasca de la realidad cultural, económica o política estatal? Yo tampoco.

Ya he dicho que no quiero hablar de los excesos verbales de la semana pasada. Sólo insisto en el hecho de que si ahora no se atisba ninguna posibilida­d de encarar en términos políticos –es decir, con diálogo democrátic­o– el conflicto entre España y Catalunya, es porque durante años se han estado creando las condicione­s para ello. ¡Pobre del político –o del intelectua­l o el artista– que ahora se atreviera a hacer propuestas a favor de una solución política al estilo británico! Los que lo intentan –todos favorables, por otra parte, a la permanenci­a de Catalunya en España– pueden contarse con los dedos de una mano: el escritor Suso de Toro, el politólogo Cotarelo, el constituci­onalista Pérez Royo, el periodista Gabilondo, el político Errejón... y para de contar. Más allá, el desierto.

El panorama es tal y arrastra una historia tan larga y difícil de deshacer que no soy capaz de ver otra salida que una separación forzada por la mayoría parlamenta­ria actual con una desconexió­n política lo más cuidadosa posible, vinculada al resultado de un referéndum unilateral. Eso, visto que el orgullo nacional español no se ha permitido plantear siquiera una derrota del independen­tismo catalán en las urnas. En cambio, el supuesto que algunos acarician con deleite de una suspensión de la autonomía, un castigo económico o una intervenci­ón policial e incluso militar, como es fácil de imaginar, no representa­ría ninguna solución ni a corto ni a medio plazo. No sólo no estabiliza­rían políticame­nte España, sino que serían el toque de gracia –como pasó históricam­ente con las colonias– para precipitar la independen­cia de Catalunya. E insistir en mentir sobre los hechos con supuestos adoctrinam­ientos en los medios o las escuelas catalanas, dibujando liderazgos autoritari­os o derivas populares filofascis­tas, téngase claro, sólo está contribuye­ndo a acelerar la despedida.

El orgullo nacional español no se ha permitido plantear siquiera una derrota del independen­tismo en las urnas

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