Visitantes de hace un siglo
Imaginemos por un momento que, gracias a un golpe de magia o a un avance de la ciencia, un puñado de catalanes de hace un siglo, de la generación de nuestros bisabuelos, viniera a visitarnos. El comienzo del año es bueno para este tipo de ejercicios. Pongamos que estos visitantes se acostaran después de celebrar la Nochevieja de 1916 y que se levantaran mañana con nosotros. ¿Qué pensarían cuando nos vieran? ¿Qué dirían? ¿Se darían palmaditas unos a otros riendo o se quedarían asombrados, incapaces de pronunciar palabra?
Cabe imaginar que, de entrada, nos encontrarían más altos que ellos, más limpios, más gordos, mejor afeitados –los que vamos afeitados, claro–, más sanos, y que se sorprenderían de nuestra informalidad indumentaria, de esos vaqueros pegados a la piel, de las faldas cortas, la alegría con que, incluso ahora en pleno invierno, muchas mujeres exhiben partes de la epidermis que, hace un siglo, a veces no se veían ni en la intimidad del matrimonio. En la calle, les asombraría ver pasar gente con rasgos asiáticos, negros, mujeres con velo, hombres adultos vestidos de ciclistas, chicas con anillas en la nariz, chicos con moños y con colas de caballo. Probablemente, la densidad de coches, motos y autobuses los agobiaría. Quizás les daría miedo cruzar la calle.
¿Les daría risa vernos caminar pegados al móvil, hablando en voz alta de nuestras cosas, o consultar constantemente los watsaps y SMS? Seguramente se quedarían intrigados. Les fascinaría la televisión y aún más internet. Nos envidiarían nuestros cuartos de baño y los aparatos que tanto nos facilitan las tareas domésticas, las neveras, las lavadoras, los lavavajillas, las aspiradoras, pero se burlarían de nuestra necesidad de ducharnos y de cambiarnos de ropa cada dos por tres. Nos perderían el respeto viendo los productos de higiene y los cosméticos que utilizamos y les indignarían los contenedores de basura llenos de cosas que ellos no habrían tirado nunca. Les costaría entender la necesidad de separar los distintos tipos de basura.
En las tiendas, la abundancia de productos en venta les fascinaría. Entrarían a un supermercado y no darían crédito al ver la variedad de frutas, de verduras, de yogures, de marcas de leche y de vino y de comestibles de todo tipo, frescos, congelados, enlatados. Quizás se quejarían del poco sabor de los tomates y no sabrían cómo comerse un kiwi o un aguacate. ¿Se hartarían de dulces, que quizá en su época no eran tan frecuentes ni tan variados como ahora? ¿Se limitarían con desconfianza a los productos frescos? ¿Comerían demasiado, como casi todos solemos hacer cuando vamos a un restaurante con un bufet abierto y podemos servirnos todo lo que nos apetezca?
Seguramente les sorprendería ver las iglesias vacías, nuestra falta de espíritu religioso, las extrañas familias actuales, con hijos de varios matrimonios, la abundancia de parejas no casadas y del mismo sexo, la naturalidad con que todo el mundo las acepta. Se quedarían asombrados de saber que el Parlament de Catalunya está presidido por una mujer y que Barcelona tiene una alcaldesa.
Les costaría creernos cuando les dijéramos que, hoy, Madrid está a dos horas y media de tren y que es difícil encontrar a alguien que no conozca las principales capitales europeas o que no haya viajado en avión a otro continente.
Nos envidiarían la penicilina, los antibióticos, los avances médicos, la Seguridad Social, la sanidad y la educación gratuitas, pero se reirían de nuestras neurosis y obsesiones, de nuestras preocupaciones económicas. Les sorprendería la atención que dedicamos a los niños, que son siempre los reyes de las casas, y aún más el esmero con que tratamos a los animales domésticos. Se quedarían asombrados al ver que, en Catalunya, el castellano se habla tanto o más que el catalán, pero también al ver que casi todo el mundo sabe leer y escribir en catalán.
Su asombro sólo empezaría a disminuir un poco cuando habláramos de política, cuando les dijéramos que tenemos un sistema basado en dos grandes partidos que ha funcionado bastante bien durante casi cuarenta años pero que ahora reclama unos cambios que los sectores más conservadores no están dispuestos a aceptar, cuando les habláramos de los escándalos de corrupción, cuando les dijéramos que mucha gente, en Catalunya, está disconforme con las relaciones con el resto de España, que los hay que quieren la independencia y los hay que quieren más autogobierno, pero que los políticos del resto de España no quieren oír hablar de ello.
Aquí, de repente, se encontrarían en un terreno familiar. Quizás uno de ellos, haciendo trampas con las fechas, nos explicaría que Josep Carner, en 1924, cuando se iba destinado de cónsul a San José de Costa Rica, ya bromeaba diciendo que regresaría con un papagayo enseñado a repetir: “¡Ara és l’hora, catalans!”. El mundo da muchas vueltas, pero hay cosas que apenas cambian. Feliz año.
Carner, al ser destinado cónsul en Costa Rica, bromeaba con volver con un papagayo que dijera: “Ara és l’hora, catalans!”