La abstracción silenciosa
El pintor Fernando Lerín ha vivido los últimos cuatro años de su vida recluido como un asceta en su casa del pueblecito de la Vall de Santa Creu, situado en la ladera de la montaña de Sant Pere de Rodes y perteneciente al Port de la Selva. Vivía solo, en compañía de su perro Filou, sin ordenador ni conexión a internet, sin móvil, en un pueblo donde ni siquiera hay una tienda donde ir a comprar. Pero la muerte le ha sorprendido con un ataque al corazón en París, lejos de ese paisaje interior de la Vall donde había encontrado la paz necesaria para entregarse en cuerpo y alma a la pintura. A finales del pasado mes de agosto, en lo que debió de ser una de las últimas entrevistas que concedió, mostraba orgulloso la acumulación de obras en las distintas dependencias de su casa. “Me gustaría hacer un inventario, hacer fotos de cada obra. No sé cuántas tengo, creo que pueden llegar a quinientas”.
Fernando Lerín había nacido en Barcelona en 1929 y su vida dio un giro radical el día que con 17 años ganó una beca artística del Instituto Francés para pasar un mes en París. Dejó su trabajo en una fundición de Roca Radiadores y se quedó en París, alternando el trabajo con la pintura, los periodos de creación con la bohemia. Formó parte del grupo
nuagiste, pero reacio a todos los movimientos pronto emprendió un camino propio dentro del informalismo. Se le ha relacionado con Yves Klein, a quien conoció en París, y con Rothko, aunque él decía estar más cerca del impresionismo de Turner. Gracias al crítico Julien Alvard logró en 1970 la carta de residente en Nueva York, donde estuvo tres años. Allí empezó a vender cuadros, pero pronto se cansó. “Cuando estaba a punto de hacer una importante exposición, un galerista me dijo: ‘Tú haces pintura de historia y aquí somos nosotros los que hacemos la historia’. Entendí que en Estados Unidos había que pintar lo que pedía el mercado”. Y regresó. Estuvo también en Madrid, donde abrió un estudio y aprovechó para ganarse la vida arreglando pisos viejos para venderlos remodelados. Aquí conoció a la galerista Joana Mordó y en 1979 se le dedica una retrospectiva en el Palacio de Velázquez. Recaló también en la Costa Brava, en el Cadaqués de la época de Les pianos mécaniques de Henri-François Rey, como el mismo repetía. Llegó con sus amigos los pintores Marc Aleu y Puigmartí “y durante tres veranos hicimos vida de clochards”.
En 1983 encontró una casa en La Vall de Santa Creu que era una ruina, la restauró y desde entonces ha alternado entre ese refugio del Empordà y París, entre la pintura y su compañera Ethel, hasta que en esa última etapa acentuó su radical alejamiento de toda vida artístico-social. “Para ser pintor has de estar muy obsedé, busco un mundo que no existe, busco el vacío, en mi pintura de estos últimos tiempos dominan los horizontes, pero mi objetivo es que no se vean las formas, ni las líneas, quiero provocar una sensación de bienestar total”.
Esta obsesión por ser independiente le alejó tanto de los galeristas como de los artistas, con contadas excepciones. Fue amigo de Moisès Villelia y de Joan Brossa (que regaló dos obras suyas al Macba), pero en cambio discutió con Tàpies. En el Empordà se relacionó especialmente con los pintores Evarist Vallès y François Garnier. Y expuso en la galería Horizon de Colera y el pasado mes de enero en el Celler Espelt. Este verano pasado, sin atisbos de un fatal presentimiento, sólo lamentaba las dificultades para crear una fundación con su obra: “Para mí lo importante es que he encontrado un lugar para vivir, un espacio donde me respetan, donde percibo un espíritu abierto. Me da igual si es la Provenza o el Empordà, lo que busco es el paisaje interior. Schopenhauer, que era muy pesimista, decía que con la muerte muere el yo, pero queda la obra. Por eso sigo trabajando”.
Compró una casa en LaVall de Santa Creu en 1983 y desde entonces ha vivido entre el Empordà y París