El surfista trotamundos
Gorka Biggi Cortázar es un surfista de melena rubia, mirada tranquila y sonrisa blanca. Da clases de surf a niños en la playa donostiarra de la Zurriola. Gorka, cuando no cabalga las olas del Cantábrico, anda de viaje por el mundo. Es un trotamundos. Conoce bien Cuba, que ha recorrido en bicicleta, así como Australia, Myanmar (antigua Birmania) y Vietnam, países en los que ha vivido y gozado de la observación del tráfico (una de sus predilecciones). El Diario Vasco cuenta que el pasado octubre inició un viaje en autostop a India, con el bolsillo semivacío pero el alma entregada al descubrimiento. Desdeñó los peligros del camino confiando en la bondad de la gente. Más de 200 vehículos y 150.000 kilómetros después llegó a su destino, incólume. Rico en experiencias. Su aspecto inocente (o su aura, como explica bien en su blog Persiguiendohorizontes.wordpress.com) hizo que lo confundieran con un santón y le besaran los pies a su paso. Hasta le ofrecieron dinero a cambio de quedarse en un ashram como sujeto de veneración. “Me dejaron una túnica de swami –explica–, amuletos y me arreglaron el pelo como a Krishna, y dejé de destacar por ser un extranjero para volver a ser un santo, Mahakal Giri”.
No hace falta saber surf para escapar de las convenciones. Ni poner el dedo en el camino. Hay otros muchos jóvenes que, de muy distintas formas, aligeran el peso de las expectativas de la sociedad y buscan una vida alternativa.
Por eso, aún con el sabor a sal en la boca, cuando regresamos de nuevo a la oficina, esta granja solariega a la que entregamos disciplinadamente la obra de nuestro trabajo (cada vez más duro), a cambio de recibir una ración de pienso (cada vez menor), es un gustazo ver cómo los gorkas se escapan por las rendijas de la cerca orwelliana.