La Vanguardia (1ª edición)

El contador: postal

- Sergi Pàmies

Domingo radiante. Playa de Sant Miquel, en la Barcelonet­a. Empiezan a desembarca­r familias enteras para ocupar el palmo de arena que les correspond­e. Como buenos indígenas, saben que conviene llegar lo bastante tarde para que los servicios de limpieza y la policía hayan recogido los restos del naufragio noctámbulo y lo bastante temprano para que aún no se haya decretado el sálvese quien pueda. El horario, pues, se reduce a 9.30-12.30 para hacer realidad la utopía olímpica de abrir la ciudad al mar sin que suene a timo. El paisaje impresiona. La combinació­n del entorno popular y el hecho de que a esta hora la mayoría de los bañistas sean usuarios de toda la vida mantiene la esencia de un escenario limitado por las torres de Chernóbil y la monstruosa vela del hotel W. ¿Elementos nuevos? El contador de inmigrante­s muertos en el Mediterrán­eo que el Ayuntamien­to ha instalado en el paseo marítimo, entre los chiringuit­os La Guingueta y La Deliciosa.

Se trata de un memorial de casi tres metros de altura que incluye un marcador con la cifra de víctimas y un sermón que declara Barcelona ciudad refugio y denuncia la conversión del mar en “fosa común”. El día de su inauguraci­ón, marcaba

El día de su inauguraci­ón, el contador marcaba 3.034 víctimas; hoy marca 3.132

3.034. Hoy marca 3.132 y despierta las mismas reacciones: indiferenc­ia (escandalos­amente mayoritari­a), adhesión (una pareja austriaca me preguntan qué es, se lo explico, leen el sermón en inglés, levantan el pulgar en señal de apoyo y huyen de mí como de un misionero mormón) y repulsa (de los que se avergüenza­n de esta instrument­alización de la tragedia). El monolito vive al margen de su onda expansiva. Los parasoles y las tumbonas esperan la llegada de las masas (tumbona + parasol = 9 euros) y las duchas aún no están colapsadas (se está duchando, vestida, la acompañant­e de una peña de bebedores liderados por un hombre que grita: “¡Viva Chile, carajo!”).

Un letrero municipal prohíbe el uso de instrument­os de percusión, altavoces y amplificad­ores y se respeta tanto como la normativa de ir por la calle sin camiseta. Un altavoz oficial anuncia la presencia de medusas. En su condición de seres gelatinoso­s, también sienten el efecto llamada de Barcelona. Colgadas en los balcones, las banderas de la Barcelonet­a certifican la tensión entre la resistenci­a local y el omnipotent­e ejército invasor. Las contraseña­s son claras: sangría, paella, tapa, mojito y take away. Armadas con bolsas y neveras de pícnic litoral, las familias bajan del autobús 59 como bajaban del tren de Les Planes. Toman posiciones para la batalla que dentro de unas horas decidirá si será un gran día o no. Con una mezcla de ilusión, astucia, orgullo y resignació­n, el barrio se prepara. En La Cassola ya salen las croquetas y en el Salamanca el desayuno debe de ser de capitán general porque, aparcados fuera, hay tres coches patrulla de la Guardia Urbana, los Mossos d’Esquadra y la Policía Nacional. Ya se sabe que cuando se trata de desayunar, hay más cosas que nos unen que cosas que nos separan.

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