La Vanguardia (1ª edición)

Nació dios, morirá hombre

- Joaquín Luna

Ayer cayó otro mito del siglo XX: el emperador de Japón es un ser humano. No siempre fue así. Akihito nació deidad en 1933 y sólo el curso de la historia de Japón –¿para qué queremos novela histórica si la historia es novela?– permite entender que hay quien nace Dios y muere hombre.

No sólo la historia de España es triste porque siempre acaba mal. La vida de Akihito ha sido triste y su personalid­ad, fuese la que fuese, quedó hipotecada por una contradicc­ión monumental: la dinastía del Crisantemo emanaba de la divinidad pero quien ganó la guerra del Pacífico en 1945 fue Estados Unidos de modo que la vida del emperador Showa, de nombre Hirohito, quedó en manos de un general de Little Rock.

¿Había que ahorcar en 1945 al emperador Hirohito, padre de Akihito, aunque a los tres años le separaron de la familia para ser educado en la deidad, como ahorcados fueron los generales imperiales Tojo o Yamashita?

El general MacArthur, virrey en Japón entre 1945 y 1951, había nacido en Arkansas, pero no era tonto: “salvó” al emperador Hirohito del patíbulo en aras de la estabilida­d –la vecindad de la URSS inquietaba– y delimitó al milímetro en la Constituci­ón de 1946 las competenci­as del trono del Crisantemo, suprimiend­o además el carácter oficial de la religión sintoista en Japón.

A diferencia de Hitler o Mussolini y más al modo de Franco, Washington indultó a la monarquía japonesa quizás porque su historia, arraigo entre los japoneses y visibilida­d lo aconsejaba.

La democratiz­ación del Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial, su espectacul­ar desarrollo económico –cristaliza­do en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964– y su papel de aliado estable en el Pacífico avalan la visión del general MacArthur (y del presidente Truman).

Relegado a un papel simbólico en el exterior, el emperador Hirohito seguía siendo para los japoneses una divinidad que se movía en una Casa Imperial célebre por el celo y la opacidad de su corte: Washington podía decir lo que quisiera pero, de puertas adentro, Hirohito encarnaba una dinastía diferente a la de las demás casas reales del mundo.

Cuando falleció Hirohito en enero de 1989, la contradicc­ión afloró. La fuerza del yen en aquellos días, la generosida­d de Japón en ayudas al desarrollo o contribuci­ones a la ONU y el paso amnésico de los años permitiero­n un funeral “ordinario”, con asistencia multitudin­aria de jefes de Estado de todo el mundo.

¿Y Akihito? A la sombra de un padre tan longevo y “marcado” por la historia, fue el primer emperador que no ascendía al trono como “un dios viviente” sino como un “símbolo del Estado”. Pero toda la liturgia de palacio para la entronizac­ión seguía siendo un traje a medida para una deidad. La ceremonia de entronizac­ión, en mañana otoñal y soleada, en el palacio imperial de Tokio nos dejó a los asistentes con la impresión de haber visto pasar a un dios, a su pesar pero dios. Inmodesto, reproduzco el inicio de mi crónica en este diario: “No hemos visto a Dios en el cielo pero ayer vimos como se corrían las cortinas de terciopelo y aparecía el emperador Akihito, 125.º soberano del trono. Inmóvil, ajeno a este mundo y envuelto en seda ocre como un atardecer”.

Akihito viajó tan pronto le dejaron a los países vecinos víctimas del Japón de Hirohito. Su reinado –y su vida– tiene algo de lucha por matar al dios y hacerse hombre. Y morir como tal.

Su reinado –y su vida– parece una lucha por hacerse hombre y matar la divinidad de todo emperador nipón

 ?? CHRISTOPHE­R JUE / EFE ?? Exterior del palacio imperial, en pleno Tokio, ayer, desde donde el emperador Akihito se dirigió al pueblo en un mensaje televisado
CHRISTOPHE­R JUE / EFE Exterior del palacio imperial, en pleno Tokio, ayer, desde donde el emperador Akihito se dirigió al pueblo en un mensaje televisado
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