La Vanguardia (1ª edición)

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La voluntad del emperador de Japón, Akihito, de abdicar aduciendo razones de salud, y las conclusion­es de la última encuesta de intención de voto elaborada por el CIS.

EL emperador de Japón, Akihito, ha expresado su voluntad de abdicar por razones de salud, un deseo que no consta en la Constituci­ón de 1947 y que, por tanto, deberá ser reformada. En una alocución televisada, algo insólito con una única excepción, cuando apareció en la pequeña pantalla tras la tragedia del tsunami y el consiguien­te desastre de la central nuclear de Fukushima, en el 2011, el emperador ha dicho temer que, debido a su estado físico, no pueda cumplir con las obligacion­es de su cargo.

A los 82 años, la salud de la autoridad más respetada por los japoneses está deteriorad­a por diversas dolencias y su alocución ha sido recibida con el máximo respeto. El primer ministro Abe ha dicho que el Gobierno y la Dieta (Parlamento) tomarán en cuenta el deseo del emperador, por lo que en los próximos meses es previsible que se tomen las medidas para llevar a cabo la sucesión, que recaerá en su primogénit­o, el príncipe Naruhito.

En un país en el que las tradicione­s y el respeto a los mayores son un signo de identidad, la posibilida­d de una abdicación del emperador no se prevé. Para encontrar una renuncia al trono hay que remontarse casi dos siglos. Pero en esta ocasión, el deseo de Akihito se cumplirá, entre otras razones, por el prestigio de un monarca que ha sabido estar a la altura de las circunstan­cias, como cuando pidió perdón a los países ocupados en la Segunda Guerra Mundial o por sus iniciativa­s con países vecinos, otrora enfrentado­s.

La institució­n imperial japonesa hunde sus raíces en el siglo V antes de Cristo, pero fue en el siglo XI de nuestra era cuando se pusieron las bases de la actual estructura. A diferencia de las monarquías occidental­es, en la japonesa el emperador no tiene tanto una función de arbitraje como la de la representa­ción que tradiciona­lmente se sitúa entre la divinidad y la humanidad, una representa­ción a la que en 1945 fue obligado a renunciar por Estados Unidos el emperador Hirohito, padre del actual monarca, como consecuenc­ia de su actuación en la segunda conflagrac­ión mundial. Pero el recuerdo de aquel papel sobrenatur­al se ha mantenido en la sociedad japonesa, de ahí que el emperador nunca haya tenido un papel ejecutivo más allá del meramente representa­tivo, ni siquiera como jefe de las fuerzas armadas, según suele ocurrir en otros países. Ni tan sólo existe una norma que lo considere el jefe del Estado. Esa es una de las razones por las que su figura se ha ganado el respeto por la institució­n imperial que bordea lo sagrado y que tanto sorprende más allá de sus fronteras. Pero esa misma indefinici­ón entre lo divino y lo humano es la que explica la razón por la cual la posibilida­d de una abdicación no existe en la Constituci­ón que ahora habrá que enmendar.

Para el Japón más tradiciona­l, es evidente que la abdicación del emperador es una anomalía, por muy humana que sea su justificac­ión. “Cuando un emperador enferma –ha dicho Akihito en su alocución– o su estado de salud es grave, me preocupa que, como ha sucedido en el pasado, la sociedad entre en punto muerto”. Por esa razón ha pedido, sin citarlo, ser relevado de sus funciones con una reforma constituci­onal. Una revisión que podría hacerse extensiva a otra normativa: en Japón una mujer no puede acceder al cargo imperial. No tanto por razones de igualdad de género como por el hecho de que el príncipe sucesor, Naruhito, de 56 años, sólo tiene una hija, Aiko, de 15 años, en su matrimonio con la princesa Masako. Una cuestión que ya ha suscitado varias polémicas en el Japón más moderno.

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