El debate europeo, enversión Ascot
Los vestidos con mensaje político disputan a los sombre ros el protagonismo del festival hípico
Estos días todo en Gran Bretaña gira en torno al referéndum sobre Europa y las carreras de caballos de Ascot no podían ser menos. Por una vez, los grandes protagonistas no son los estrafalarios sombreros, sino vestidos con las banderas de la Union Jack o de la Unión Europea que lucen las inglesas de clase trabajadora. Las aristócratas se ciñen en cambio a un estricto dress code, que mide hasta las dimensiones del escote y la cantidad de hombro, de pecho y de pantorrilla que se puede enseñar.
La reina Isabel, sobre cuya eurofilia o euroescepticismo hay todo tipo de especulaciones pero que contempla con igual horror cualquier indumentaria cantona, desafió la lluvia y un tiempo inclemente para estar en Ascot el primer día de un festival que celebró su primera carrera hace tres siglos, en 1711, y reparte más de seis millones y medio de euros en premios. Al fin y al cabo, el hipódromo es propiedad de la monarquía.
No se sabe de qué lado se inclina la reina en el debate europeo, pero sí que los caballos son una de sus pasiones (también lo eran de su madre, a quien le gustaba apostar). El protocolo no le permite expresar de manera efusiva los sentimientos, pero mañana cruzará los dedos para que su potro Dartmouth gane una de las principales carreras.
El festival de Ascot se prolongará hasta el sábado y es uno de los grandes eventos de la primavera y el verano ingleses, junto con el torneo de Wimbledon, la ópera al aire libre de Glyndebourne, los Proms del Royal Albert Hall, las regatas de Henley, el Open de golf y los conciertos de Glastonbury (también lo era la caza del zorro, hasta que fue prohibida). Es cuando las chicas son presentadas en sociedad y las clases sociales aparecen juntas pero no revueltas, faltaría más.
Ascot es clasismo puro y duro. La inmensa mayoría de los 300.000 asistentes son de clase trabajadora, procedentes de los barrios populares del este de Londres, que se visten de boda, viajan en tren con la cestita del picnic y entre carrera y carrera se zampan los bocadillos y las cervezas. Se sienten nobles por
En el hipódromo las clases están juntas pero no revueltas, en un lado la aristocracia y en el otro el pueblo
un día y se gastan los cuartos en apostar a este caballo o al otro. Pero no pueden entrar en el Círculo Real del hipódromo, desde donde ven la carrera la reina, otros miembros de la familia real y sus invitados y al que sólo se puede acceder con una acreditación especial y el incumplimiento de las más estrictas reglas a la hora de vestir: vestido largo de día las mujeres, chaqué claro y sombrero los hombres. Ni tampoco comen en los restaurantes de lujo donde a lo largo de la semana se van a servir cincuenta mil botellas de champán, cinco mil kilos de salmón, tres mil langostas y todas las fresas con nata del mundo.
El primer día de carreras estuvo un poco pasado por agua, hasta el punto de que muchas damas optaron por recubrir con un plástico sus sombreros, algunos de ellos tan florales que parecían auténticos jardines. El agua intermitente obligó a que aparecieran los paraguas y arruinó los picnics, convirtiendo el césped (normalmente tan atestado como las playas de la Costa Brava en agosto) en un barrizal adornado con miles de trozos de papelitos, los de las apuestas perdedoras. El mal tiempo tampoco disuadió al príncipe Carlos y su esposa Camila y al príncipe Andrés, que hicieron acto de presencia, junto a duques, condes y barones de distinto rango, parientes menores de la reina, oligarcas rusos y jeques del Golfo con sus turbantes, porque para eso habían pagado a precio de oro entradas en los reservados y palcos de honor.