La Vanguardia (1ª edición)

¿Una vergüenza nos hermana?

- POR LA ESCUADRA Sergi Pàmies

Es lógico que los directivos del Barça se hayan tomado 72 horas para reflexiona­r sobre el acuerdo con la Fiscalía y la Abogacía del Estado en relación con el caso Neymar. La vulnerabil­idad del fichaje, desmentida con soberbia chulesca por Sandro Rosell y con cautela categórica por Josep Maria Bartomeu, deja al Barça en una posición muy delicada. Si mantiene la presunción de inocencia con la firmeza expresada hasta ahora, la directiva corre el riesgo de provocar pérdidas económicas desastrosa­s y penas de cárcel tan insólitas como injustas. Además, la condena de Rosell y Bartomeu tampoco evitaría la erosión mediática de la institució­n. El acuerdo, en cambio, negociado con un pragmatism­o jurídico que a la fuerza debe alejarse de las emociones, evita la personaliz­ación del castigo y las penas de cárcel y reduce las sanciones a una dimensión que no desestabil­izaría (tanto) la tesorería. En contrapart­ida, el acuerdo obliga a admitir, como entidad jurídica, la culpabilid­ad del Barça por haber cometido dos delitos, a arrastrar antecedent­es que agravarán cualquier otra condena y a convivir con una vergüenza que, según como se gestione, puede influir en la percepción del rendimient­o de Neymar.

Por desgracia, aquí no cabe aplicar la doctrina Murtra (“En momentos de duda, piensa siempre en qué es lo mejor para el Barça y no te equivocará­s”). Haga lo que haga la junta, será malo para el club. A la espera de una explicació­n proporcion­al al problema creado, el culé tiene motivos para temer que tendrá que elegir entre a) tener razón (la junta ha repetido hasta la extenuació­n que el fichaje era impecable) y acabar injustamen­te en la cárcel y arruinado o b) aceptar la condición de delincuent­e sabiendo que la acusación es falsa sólo para evitar la posibilida­d a). En otros términos: elegir entre ser delincuent­es que saben que en realidad son inocentes (y resignarno­s a que la justicia sea un mercado) o acatar la cárcel y la ruina por delitos que sólo se han cometido –nos consuela repetirlo, ya ves– en la imaginació­n conspirado­ra de manos negras o poderes catalanofó­bicos.

Este fin de semana, la actividad telefónica ha aumentado, igual que los encuentros informales para asimilar la sustancia diabólica del acuerdo y, sobre todo, para domesticar el pánico a posibles secuelas estatutari­as. Sea cual sea la decisión, la junta deberá someterse a una espontánea cuestión de confianza para argumentar su gestión. Y no hace falta conocer mucho a la tribu para intuir que, igual que la combinació­n de celo culé y arrogancia directiva propició la denuncia que nos ha llevado hasta aquí, surgirán voces legítimame­nte contrarias a la ineficacia que abrirán nuevos procesos. Y, como en otros tiempos, los procesos alterarán la vida del club con la misma virulencia justiciera con la que el tema de los espionajes o de la acción de responsabi­lidad, aún sin cerrar, han interferid­o en el día a día del barcelonis­mo.

La situación es crítica porque obliga a los culés a participar de un dilema que se les ha negado durante años. Y ojalá me equivoque, pero no parece que Rosell y Bartomeu deseen profundiza­r en la lógica que sugiere lo que hasta ahora sabemos. Porque, incluso si logramos abstraerno­s de las discrepanc­ias (¡qué lástima que Rosell perdiera de vista la grandeza de su cargo y las aptitudes y la legitimida­d que tenía para modernizar­lo y fallara para ser devorado por una espiral paranoide de rencores transversa­lmente injustos!), tanto la acción (más denuncias, más gastos legales) como la omisión (más mentiras, más vergüenza)

La situación es crítica porque obliga a los culés a participar de un dilema que se les ha negado

perjudicar­ían al club. Y no deja de ser paradójico que en un contexto en el que los grandes competidor­es saben jugar con cartas marcadas en un mercado arbitrado por organizaci­ones supraestat­ales bajo sospecha, el Barça, que ha convertido los valores en moneda mercadotéc­nica, viva un proceso tan dolorosame­nte autodestru­ctivo. Hoy más que nunca necesitamo­s que la frase “bienvenido al mundo real”, que inauguró la era Rosell, encuentre el equilibrio entre la transparen­cia, la argumentac­ión y, sobre todo, el realismo y la verdad. Si en los últimos años ya hemos tenido que aprender a convivir con nuevos dilemas morales relacionad­os con la pureza de los patrocinio­s y a sacrificar derechos de aficionado por el bien del club, sería trágico tener que aceptar que el mundo real nos obliga a declararno­s delincuent­es cuando somos inocentes. Suponiendo que seamos inocentes, claro.

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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO Neymar, en el centro, junto a Bartomeu y Zubizarret­a, el día de su presentaci­ón
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