¿Una vergüenza nos hermana?
Es lógico que los directivos del Barça se hayan tomado 72 horas para reflexionar sobre el acuerdo con la Fiscalía y la Abogacía del Estado en relación con el caso Neymar. La vulnerabilidad del fichaje, desmentida con soberbia chulesca por Sandro Rosell y con cautela categórica por Josep Maria Bartomeu, deja al Barça en una posición muy delicada. Si mantiene la presunción de inocencia con la firmeza expresada hasta ahora, la directiva corre el riesgo de provocar pérdidas económicas desastrosas y penas de cárcel tan insólitas como injustas. Además, la condena de Rosell y Bartomeu tampoco evitaría la erosión mediática de la institución. El acuerdo, en cambio, negociado con un pragmatismo jurídico que a la fuerza debe alejarse de las emociones, evita la personalización del castigo y las penas de cárcel y reduce las sanciones a una dimensión que no desestabilizaría (tanto) la tesorería. En contrapartida, el acuerdo obliga a admitir, como entidad jurídica, la culpabilidad del Barça por haber cometido dos delitos, a arrastrar antecedentes que agravarán cualquier otra condena y a convivir con una vergüenza que, según como se gestione, puede influir en la percepción del rendimiento de Neymar.
Por desgracia, aquí no cabe aplicar la doctrina Murtra (“En momentos de duda, piensa siempre en qué es lo mejor para el Barça y no te equivocarás”). Haga lo que haga la junta, será malo para el club. A la espera de una explicación proporcional al problema creado, el culé tiene motivos para temer que tendrá que elegir entre a) tener razón (la junta ha repetido hasta la extenuación que el fichaje era impecable) y acabar injustamente en la cárcel y arruinado o b) aceptar la condición de delincuente sabiendo que la acusación es falsa sólo para evitar la posibilidad a). En otros términos: elegir entre ser delincuentes que saben que en realidad son inocentes (y resignarnos a que la justicia sea un mercado) o acatar la cárcel y la ruina por delitos que sólo se han cometido –nos consuela repetirlo, ya ves– en la imaginación conspiradora de manos negras o poderes catalanofóbicos.
Este fin de semana, la actividad telefónica ha aumentado, igual que los encuentros informales para asimilar la sustancia diabólica del acuerdo y, sobre todo, para domesticar el pánico a posibles secuelas estatutarias. Sea cual sea la decisión, la junta deberá someterse a una espontánea cuestión de confianza para argumentar su gestión. Y no hace falta conocer mucho a la tribu para intuir que, igual que la combinación de celo culé y arrogancia directiva propició la denuncia que nos ha llevado hasta aquí, surgirán voces legítimamente contrarias a la ineficacia que abrirán nuevos procesos. Y, como en otros tiempos, los procesos alterarán la vida del club con la misma virulencia justiciera con la que el tema de los espionajes o de la acción de responsabilidad, aún sin cerrar, han interferido en el día a día del barcelonismo.
La situación es crítica porque obliga a los culés a participar de un dilema que se les ha negado durante años. Y ojalá me equivoque, pero no parece que Rosell y Bartomeu deseen profundizar en la lógica que sugiere lo que hasta ahora sabemos. Porque, incluso si logramos abstraernos de las discrepancias (¡qué lástima que Rosell perdiera de vista la grandeza de su cargo y las aptitudes y la legitimidad que tenía para modernizarlo y fallara para ser devorado por una espiral paranoide de rencores transversalmente injustos!), tanto la acción (más denuncias, más gastos legales) como la omisión (más mentiras, más vergüenza)
La situación es crítica porque obliga a los culés a participar de un dilema que se les ha negado
perjudicarían al club. Y no deja de ser paradójico que en un contexto en el que los grandes competidores saben jugar con cartas marcadas en un mercado arbitrado por organizaciones supraestatales bajo sospecha, el Barça, que ha convertido los valores en moneda mercadotécnica, viva un proceso tan dolorosamente autodestructivo. Hoy más que nunca necesitamos que la frase “bienvenido al mundo real”, que inauguró la era Rosell, encuentre el equilibrio entre la transparencia, la argumentación y, sobre todo, el realismo y la verdad. Si en los últimos años ya hemos tenido que aprender a convivir con nuevos dilemas morales relacionados con la pureza de los patrocinios y a sacrificar derechos de aficionado por el bien del club, sería trágico tener que aceptar que el mundo real nos obliga a declararnos delincuentes cuando somos inocentes. Suponiendo que seamos inocentes, claro.