Lo que no puede ser
Antoni Puigverd analiza la situación política catalana: “Con una elegancia política que Artur Mas nunca tuvo, el president Puigdemont ha ganado unos meses. No estaría mal aprovecharlos para reflexionar sobre el tiempo, las energías y las emociones perdidas en esta batalla antigua que nunca nadie podrá ganar: ni España será Francia, ni en Catalunya existe la fuerza descomunal que la desconexión requiere”.
Una vez más, la cabeza catalana ha chocado contra el muro. Los temblores del impacto han causado daños entre los partidarios de la independencia: depresión, migrañas agresivas, resentimiento fratricida, conjuros voluntaristas. Estos temblores, por supuesto, también han causado alegría y satisfacción entre los partidarios del “sostenella y no enmendalla”. Interpretando dicha satisfacción, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría proclama: “Se veía venir”. La frase, aislada del contexto histórico, no está exenta de razón. Poniendo la lupa tan solo sobre este episodio, es obvio que el naufragio era el destino natural del pacto de legislatura entre Junts pel Sí y la CUP. Pero el fiasco, aunque previsible, no puede aislarse de un contexto que se inicia en el cambio de siglo con la decisión del presidente Aznar de aprovechar la retórica antinacionalista que cunde en paralelo al combate contra ETA, para reunificar España a la histórica manera castellana.
Aznar (y ahora Rajoy) trataba de corregir por la vía práctica el título VIII de la Constitución: las autonomías no deben ser más que delegaciones jerarquizadas por el Estado. Se trataba también de privilegiar la capitalidad de Madrid, que por primera vez en la historia contemporánea, aunaba su clásico poder político y administrativo con el económico. Madrid gran nódulo mundial. Puente de mando del capitalismo hispanoamericano. En el arranque de la burbuja, Ana Botella verbalizaba su ideal: Madrid sería la gran urbe del sur de Europa con 20 millones de habitantes. Enric Juliana bautizó este momento como el de la “turboeconomía”. El poder económico y el mediático se fusionaban. La capacidad intimidatoria de los medios madrileños era espectacular.
La presión intimidatoria contra el catalanismo generó una reacción alérgica de gran alcance: la ERC de CarodRovira. La larga etapa de Pujol declinaba, pero Maragall no conseguía hacerse creíble en la Catalunya interior: le impedía el paso ERC, que además daba el primer gran mordisco a Convergència. Con todo, el PSC seguía fortísimo en la Catalunya urbana (no perdería encanto en sus feudos hasta que la crisis frustró la sobreprotección social de la clase obrera).
Entre un Aznar dispuesto a llevar a la práctica el viejo sueño de las élites funcionariales: convertir España en Francia; y un Carod que sumaba al nacionalismo cultural catalán las tesis lombardas del Estado depredador (el “expoli”), Maragall construyó un tripartito que estaba también destinado al fracaso: no puede edificarse una casa sobre arenas movedizas.
La renovación del Estatut –idea de ERC que Maragall abanderó– fue un desastre estratégico. Las apuestas al alza entre ERC, CiU y PSC convirtieron la redacción catalana del Estatut en una subasta frívola. No menos irresponsable fue la reacción en el resto de España, que tuvo su momento estelar en las “mesas petitorias” del Partido Popular: “¿Dónde hay que ir a votar contra los catalanes?”. Otros momentos patéticos fueron el pacto del Tinell, un
Ni España será nunca Francia, ni en Catalunya existirá la fuerza descomunal que la desconexión requiere
acuerdo del opositor Mas con el presidente Zapatero que dejaba vendido al Govern, el “antes alemana que catalana” (opa de Gas Natural a Endesa), el despropósito del referéndum del Estatut (con ERC defendiendo el no como el PP) y la sentencia del TC, ya en el 2010. El nacimiento de C’s coloreaba un nuevo problema: excitado, el catalanismo genera anticuerpos en la propia Catalunya. Mientras, la crisis económica imponía su poder funeral y la fantasía de la capitalidad económica de Madrid en el mundo se deshinchaba en paralelo a la lenta reindustrialización catalana con su correlato exportador. España no es Francia. La multipolaridad no es delirio, sino pura realidad.
El triunfo del independentismo era previsible. En el 2007, el president Montilla lo insinuó en Madrid: “desafección”, lo llamó. Era el anticipo a la inversa del “Se veía venir” de Soraya. Nadie hizo caso a Montilla. Y aunque Podemos, posible segundo partido español, sí ofrece ahora una respuesta, siguen las fuerzas vivas españolas sin darse por enteradas de la profundidad del problema, mientras una frágil mayoría catalana persiste en la vía rupturista sin tomar consciencia de sus límites.
Con una elegancia política que Artur Mas nunca tuvo, el president Puigdemont ha ganado unos meses. No estaría mal aprovecharlos para reflexionar sobre el tiempo, las energías y las emociones perdidas en esta batalla antigua que nunca nadie podrá ganar: ni España será Francia, ni en Catalunya existe la fuerza descomunal que la desconexión requiere. En el 2010, cuando el TC confirmó jurídicamente la visión aznariana de España, y el independentismo pegó el gran salto, los moderados catalanes perdieron la iniciativa. Callaron. Pueden intentar hacerse escuchar de nuevo. Queda claro que los máximos excitan y dividen. Conducen al muro de las lamentaciones. En cambio, siempre que el catalanismo centra sus esfuerzos en consensuar un mínimo común denominador, vuelve a tener claras opciones de defender con éxito los legítimos intereses catalanes: el eje económico barcelonés y la tradición cultural propia.