El cine abre grietas en el tejido de lo real
Llegan a las salas las pesadillas de ‘High-Rise’ y ‘Esa sensación’
El miedo es un atributo de la gente de orden. Es cuando las cosas van bien cuando se empieza a temer por ellas. Dios sabe en qué pensaba J.G. Ballard (1930-2009) cuando escribió Rascacielos (1975). Quizá en Le Corbusier y sus templos grises de cemento, o tal vez en la muerte del futuro, que era uno de los muchos funerales que Occidente oficiaba en aquellos años psicodélicos. Lo paradójico es que la escrupulosa adaptación realizada ahora de este clásico de la ciencia ficción de los setenta, firmada por Ben Wheatley y estrenada en España con su título inglés, High-Rise, haga sentirse tan concernidos a los digitalizados habitantes del siglo XXI. El filme pasó por el último festival de San Sebastián cual camión rugiente cruzando un poblado que sestea, o como un tren expreso que zarandea la caseta del guardagujas. Y no se llevó ni una mención en el palmarés, engordando la ingente lista del cine importante que pasa inadvertido a los jurados donostiarras.
Tan dispuesta a la adhesión devota como al odio fanático, así de poderosa e incómoda es la parábola social vertical que propone Wheatley. La parábola de la torre de Babel –la más obvia impugnación del progreso humano de cuantas contiene el Antiguo Testamento– preside la historia de este joven Robert Laing, (Tom Hiddleston) inquilino orgulloso de un apartamento en la torre más ufana, una leyenda hebrea que aquí llega filtrada por la reinterpretación filofalangista que hizo de ella la escritora y guionista Thea von Harbou para Metropolis (1927), de Fritz Lang. Tal vez los motivos para sentirse señalados a estas alturas por una fábula de 1975 tengan que ver con la colisión contemporánea entre lo horizontal (las redes) y lo vertical (el sistema de clases), y con la capacidad de lo uno para agrietar lo otro hasta expedir la declaración de ruina. Aquí el vector de la hecatombe es el desorden moral, la lujuria y la gula, gozosos pecados capitales, como un negro augurio del Tea Party, de modo que lo que se promete una alegoría punk puede ser también un apocalipsis reaccionario. Esa ambigüedad emparenta esta cinta, deudora de las buñuelianas El ángel exterminador (1962) y El discreto encanto de la burguesía (1972) tanto como de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, y El coloso en llamas (1974), John Guillermin, con la iconoclasta El club de la lucha (1999), de David Fincher, adaptación de culto de las indigestas y nietzschianas letras de Chuck Palahniuk.
Sin embargo, la pesadilla de lo contemporáneo no siempre es ruidosa y de colores chillones. A veces, el desasosiego brota de pequeñas anomalías que deshilachan el tapiz de lo convencional. Esa sensación, largometraje conjunto de Juan Cavestany, Julian Gennison y Pablo Hernando, y uno de los títulos más intrigantes del cine español reciente, cruza tres historias urbanas triviales para explorar esos ligeros desarreglos tan turbadores. Una joven desarrolla una parafilia –sexual y afectiva– con lo inanimado, desde un peine a un puente de acero (amoríos que desembocan en una epifanía memorable), un hijo que descubre que su padre lleva en secreto su conversión católica, y un contagioso virus de desincronización que causa desincronización en los comportamientos sociales, son las tres historias que se entretejen en esta parábola que, vista al lado de High-Rise, invita a pensar que llevamos la gobernanza de nuestras atribuladas vidas desde colosales castillos de naipes.
La adaptación de J. G. Ballard engordó el 2015 la lista del cine importante que se va de vacío de Zinemaldia