Ópera para niños
La primera vez que mis padres me llevaron a la ópera me dormí como un tronco. Fue hace algunos años, tal vez demasiados, la noche del jueves 25 de enero de 1973 en el Gran Teatre del Liceu. Cantaba la mejor versión de la Caballé, la maga del bel canto que por aquel entonces asombraba al mundo entero con sus pianissimi inimaginables. La ópera era Norma, de Vincenzo Bellini. Una de las óperas más queridas por el público y con una de las arias más famosas de todos los tiempos. Una de esas arias que conocen hasta las piedras, una de esas que todos, incluso los que nunca han ido a la ópera ni se han interesado jamás por este género, son capaces de tatarear: Casta diva.
Pero a pesar de lo maravilloso de la noche y de todo el interés de mis padres (especialmente de mi madre) para despertar mi afición y que aquello me gustara… empecé a soñar antes siquiera de que la Caballé apareciera sobre el escenario y pudiera abrir la boca. Con la obertura tuve más que suficiente. Todo me pareció aburrido, pesado y, otra vez, aburrido, demasiado aburrido. Así que, con los primeros acordes de la obertura ya estaba durmiendo acunado en los brazos de Morfeo. Bien estirado en el sofá que había en el antepalco que mi madre había conseguido para toda la familia me pasé toda la función durmiendo como un angelito.
Mi pobre madre, sin entender muy bien por qué, tuvo que ver como su hijo se dormía en un espectáculo que ella consideraba maravilloso. Ahora, con el paso implacable de los años, después de todas las vueltas que he dado por la vida y de todos los caminos corridos y descorridos, sé que mi madre tenía razón y que aquel espectáculo que me llevó a ver era en verdad único e irrepetible. Tal vez, como rezaban los carteles de aquellos circos que ya no existen, la ópera era y es el mayor espectáculo del mundo. O como decía Richard Wagner, la ópera es el espectáculo total: el espectáculo que lo tiene todo y que reúne todas las artes.
Me maldigo a mí mismo por haberme dormido aquella noche y haberme perdido una de las funciones más emblemáticas de la historia del Liceu, pero… ¡qué podía hacer! ¡aquello era una cosa de mayores y yo sólo tenía seis años!
El problema era que mi madre no supo como transmitirme el amor que ella sentía por aquella música llena de teatro y por aquel teatro lleno de música. Simplemente no supo cómo hacerlo. Con toda su buena intención, no tuvo las herramientas adecuadas y claro, llevar a un niño de seis años a una función de ópera que, por aquel entonces, empezaban pasadas las diez de la noche no fue la más brillante de las ideas. Quién sabe, tal vez si hubiera tenido las herramientas adecuadas para explicar la ópera a un mocoso de seis años, las cosas habrían ido mejor. Tal vez si me hubiera explicado las óperas como si fueran un cuento…
Cuando era pequeño me encantaban los cuentos y ahora que ya no soy tan niño… ¡qué demonios! ¡me siguen encantando! Me fascinan sus increíbles historias, sus príncipes, sus princesas, sus brujas malvadas y, sobre todo, sus moralejas universales.
Muchas óperas son cuentos en sí mismas, como Hansel y Gretel, basada en el relato de los hermanos Grimm, o La Cenicienta, basada en la fábula de Charles Perrault. Pero en el fondo, o tal vez no tan en el fondo, cualquiera de las grandes óperas del repertorio se pueden convertir en un cuento lleno de música extraordinaria que sirva para educar divirtiendo y para divertir educando. Cuentos operísticos llenos de ilustraciones para que los niños y las niñas de cinco, de seis, de siete o de ocho años no tengan que dormirse como me sucedió a mi y puedan descubrir un nuevo mundo apasionante. Cuentos operísticos llenos de música para que los papás inquietos puedan compartir con sus hijos momentos inolvidables de cultura y no les suceda lo mismo que le pasó a mi madre.