La Vanguardia (1ª edición)

La Diagonal y sus terrazas

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El colega Benvenuty nos informa ( La Vanguardia, 25 de febrero) de que la Diagonal tendrá una veintena de terrazas. De las cuatro actuales, pasará a tener una veintena. “Todo apunta –escribe el colega– a que las mesas y sillas discurrirá­n en una sola hilera, ocupando sólo una tercera parte de la acera. Los peatones dispondrán de un espacio de unos 40 centímetro­s junto al bordillo, y un espacio más amplio al otro lado. El tamaño de cada velador dependerá de la dimensión de la fachada del negocio. Los hosteleros confían en que finalmente el Consistori­o les permita instalar pequeños anclajes en el suelo para sostener las sombrillas”.

Recuerdo cuando terminaron, deprisa y corriendo, las obras en la Diagonal. Era un domingo, yo estaba con mis amigos, mis contertuli­os, en la terraza del José Luis, cuando oímos un tamborileo lejano que poquito a poco se nos iba acercando hasta hacerse insoportab­le. Eran las gentes de la Colau que se manifestab­an en contra de las obras de la Diago- nal. Repartían unas octavillas en las que con mayor o menor fortuna se cagaban en ellas. Vamos, que a las gentes de nuestra futura alcaldesa no les hacía demasiada gracia la Diagonal. Les comprendo. Para aquella gente sólo existe una Barcelona, la de los barrios (“La cultura de la ciudad es la cultura de los barrios y la cultura de los barrios es la cultura de la ciudad”, dicen ahora en el Ayuntamien­to), y la Diagonal no era, según ellos, ningún barrio. Era, de Calvo Sotelo –que es como se llamaba entonces la hoy plaza Macià– hasta el paseo de Gràcia, una avenida de gente rica, de ricos comercios, con el cine Windsor, el Boliche, la tienda Manhattan –donde se compraban los Sinatras de la Capitol recién lle- gados de Andorra–, las pastelería­s Mora y Sacha, la tienda de juguetes Kit-kat, la librería Áncora y Delfín –donde en el “Infierno” podías encontrar el último libro de Simone de Beauvoir– con las terrazas del Bagatela y de Parellada –más el Sandor, en Calvo Sotelo–, amén del Círculo Ecuestre y una tienda en cuyo escaparate podías ver un Patek Philippe de verdad. Una avenida que, para colmo de desgracias, se llamaba entonces la avenida del Generalísi­mo Franco, aunque todos los taxistas, incluso los más carpetovet­ónicos, la conocían por la Diagonal. Para las gentes de la alcaldesa Colau, la Diagonal nunca ha sido un barrio, como Pedralbes o Sants, y eso hace que en vez de acercarse a ella e intentar comprender­la la ensordecie­ran con sus timbales.

En cuanto a esa veintena de terrazas, ya veremos cómo acaba la cosa. En cuestión de terrazas, yo soy de la opinión que lo más importante es que las sillas sean cómodas –mejor de mimbre que metálicas–, el servicio bueno y rápido y el producto excelente. Y el precio razonable. Dicho de otro modo: que si pido un Jameson, me muestren la botella, que si pido un segundo no me lo sirvan en el mismo vaso en que me bebí el primero, y que no me cobren 11 euros, como en el paseo de Gràcia, donde ni siquiera tienen la delicadeza de ofrecerte unas almendras o unas aceitu- nas. Lo ideal, para mí, es la terraza de La Rotonde, en Montparnas­se, en París, donde no más sentarte en una mesa chiquita junto a una guapa señora con un perrito, se te acerca el camarero, te estrecha la mano al tiempo que te dice “Bonsoir, monsieur Jean”, y en un periquete te trae un vaso donde te sirve el Jameson, más otro vaso con agua y una pequeña cubitera con hielos. Total 9 euros (más las aceitunas o las almendras). Eso es una terraza (con calefacció­n, silla de mimbre y cenicero) y lo demás son puñetas.

Dicen las gentes de la alcaldesa Colau que “la cultura de la ciudad es la cultura de los barrios y la cultura de los barrios es la cultura de la ciudad”. Cierto. Yo soy de barrio, llevo más de 25 años viviendo en un barrio, el del paseo de Sant Joan, Sant Joan de Dalt, al final de la Dreta del Eixample. Ese barrio, la memoria –sin memoria no hay barrios ni hay nada– y la realidad de ese barrio, la descubrí, en parte, leyendo los tres tomos que el arquitecto don Antoni González Moreno-Navarro –que, mira por donde, fue crítico taurino de este diario– le dedicó a su barrio, hoy también el mío. Para mí y para mis convecinos esos tres tomos son un lujo. Como lo es el bar Oller, en el paseo Sant Joan esquina Còrsega, un bar que abrió en 1929 y en el que un día sí y el otro también me tomo mi Jameson (2,50 euros), que me sirve Júnior, no más verme, sin necesidad de pedírselo, y donde al atardecer converso con los amigos. Hoy en día, frente a la prepotente marca Barcelona, un barrio, créanme, es un lujo. Pero hay que ganárselo, y los tres tomos del arquitecto Moreno-Navarro me confirman que en Sant Joan de Dalt los vecinos se lo ganaron, que nos lo hemos ganado. El problema de las gentes de Colau es que no tienen a nadie que se comprara un disco de Sinatra en Manhattan o un Sacher en el Sacha, o se sentara a tomar una copa en la terraza del Bagatela antes de que existiera Tuset Street. Para ellos la Diagonal nunca será un barrio, y ellos sin barrio están o parecen estar perdidos. Yo les aconsejarí­a que dejasen los tambores en casa o en el despacho y se acercasen a la Diagonal. Que se tomasen una copa en el José Luis o se fuesen a almorzar al Velódromo y se fijasen no en los turistas, sino en los vecinos, que los hay, al contrario de lo que ocurre en el paseo de Gràcia. Y comprobará­n que la Diagonal, a su manera, también es un barrio, aunque muchos de los que lo habitan tal vez podrían escandaliz­arse al oír esta palabra.

Lo más importante es que las sillas sean cómodas, el servicio bueno y rápido y el producto excelente La Diagonal, a su manera, es un barrio, aunque muchos de sus habitantes, al oír esa palabra, se escandalic­en

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XAVIER GÓMEZ Una de las escasas terrazas del tramo central de la avenida Diagonal de Barcelona

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