Una rima de la historia
La historia, decía Mark Twain, no se repite, pero rima. Hace ahora casi medio siglo enseñaba Filosofía en la facultad de Ciencias Económicas de Barcelona el doctor don Manuel Sacristán. Dotado de una mente clarísima y poseedor de una vasta cultura, el doctor Sacristán destacaba en un claustro en el que dominaba el gris oscuro; a sus clases acudía lo más selecto de la universidad. Tal era el magnetismo personal e intelectual del profesor, hombre de profundas convicciones marxistas, que alguno de sus discípulos, llevando su antifranquismo a la praxis, llegó a dar con sus huesos en la cárcel. Nada de todo ello era del agrado del régimen, así que las autoridades resolvieron no renovar su precario contrato y, después de mucho buscar, dieron con un sustituto en la persona del doctor don Francisco Canals, catedrático de Filosofía en el Instituto Balmes, hombre no menos docto y de convicciones y creencias no menos sólidas que las del doctor Sacristán, si bien diametralmente opuestas a las de este, hasta el punto de haberse dicho de él que aceptó el encargo sólo para salvar a los alumnos de Económicas del fuego eterno al que los condenarían las enseñanzas de su predecesor.
La nueva de la expulsión del doctor Sacristán fue recibida con indignación en toda la universidad: los estudiantes que le habían conocido, los profesores que temían correr parecida suerte, los que conservaban cierto respeto por la libertad de cátedra y, en fin, quienes compartían una cierta idea de la universidad calificaron de intolerable alcaldada la acción de las autoridades. Los estudiantes encabezaron una protesta de final imprevisible con la anuencia, ya que no el apoyo activo, de la mayoría del profesorado. La huelga indefinida convocada por las asambleas del momento y comunicada al doctor Canals por el representante estudiantil estaba destinada, como siempre, a languidecer, y a los pocos días, en vista de que el proceso se enfriaba y para desarmar una incipiente división de opiniones entre los estudiantes, la llamada voluntad popular, obedeciendo quizá a una inspiración celeste, decidió cambiar de táctica y decretar una asistencia masiva a la clase de Filosofía; y allí, en un aula abarrotada, quiso el azar que unos huevos que yacían en el bolso de una de las asistentes a clase fueran a estrellarse contra la americana del doctor Canals y se la pusieran perdida. Aquel gesto, una sorpresa para la mayoría de los asistentes, lo cambió todo: el panorama se oscureció de repente, porque con la agresión al profesor se desvaneció la simpatía que hasta entonces despertaba la protesta estudiantil para tornarse en estupefacción, cuando no en abierta hostilidad, sobre todo –y se comprende– entre el estamento docente, receloso de que aquellos huevos pudieran sentar precedente y convertirse su empleo en instrumento informal de evaluación del profesorado. Allí empezó la agonía de un proceso cuyo final relataré más adelante.
Con algo de imaginación, pero sin necesidad de recurrir a la fantasía, es fácil ver algunas semejanzas entre el proceso estudiantil de hace medio siglo y el de hoy, de protagonistas algo más mayorcitos: la indolencia, la miopía y la nula habilidad del Gobierno español ha ido creando en Catalunya, durante los últimos cinco años, un clima de desafección puntuado por episodios de indignación ante egregias meteduras de pata, de las que la negativa a autorizar cualquier clase de consulta es quizá el mejor ejemplo. El presidente de la Generalitat, como el representante estudiantil de antaño, parece haberse visto arrastrado por el movimiento asambleario, no sabemos si contra su voluntad, hasta convocar las elecciones del 27-S. Pasadas estas y ante un resultado ambiguo, los asamblearios protagonistas del proceso han resuelto, para mantener la temperatura, interpretar ese resultado como un mandato de sus electores para acometer la independencia sin más, dando la espalda a cualquier negociación concebible. Los vivas a la república catalana de la presidenta del Parlament y la declaración de las jóvenes promesas independentistas son los huevos que han ido a estrellarse, no contra la americana del presidente del Gobierno, sino contra la ley que a todos nos ampara. El resultado de esos gestos ha sido el mismo que entonces: sus autores se han situado firmemente fuera de la ley, y ello ha de hacerles perder todo el apoyo de que pudieran haber disfrutado, dentro y fuera de España. Un galardón para la CUP; para Junts pel Sí un serio fracaso, que se añade a la traición que para una parte de sus votantes implica la renuncia a negociar.
¿Cómo terminó el asunto hace medio siglo? Sus principales protagonistas recibieron castigos proporcionales: significativos sin ser dramáticos. Es de suponer que esta vez pasará lo mismo. Como entonces, las aguas volverán a su cauce; pero ese cauce es hoy su destino natural, el agitado mar de la democracia, y no es un disparate esperar que este episodio, tanto menos excusable cuanto más alternativas hay a la ruptura –hace medio siglo no había ninguna–, sirva para que, recobrado el juicio, abordemos el encaje de Catalunya en España con las herramientas a mano; la tenacidad y la paciencia no son de las menores.