La Vanguardia (1ª edición)

ESCENOGRAF­ÍA IMPERIAL

El estadio donde se jugará la final de la Champions ilustra el convulso pasado de la capital de Alemania

- Berlín. Correspons­al MARÍA-PAZ LÓPEZ

El Olympiasta­dion de Berlín, sede de la final de la Champions, ilustra el convulso pasado de la capital de Alemania.

El estadio berlinés que el próximo sábado albergará la final de la Liga de Campeones condensa como pocos otros lugares la convulsa historia contemporá­nea de Alemania, e ilustra muy bien cómo el país ha logrado reelaborar ese pasado ominoso. El Barça y el Juventus saltarán a un terreno de juego que ha sido testigo de acontecimi­entos deportivos gloriosos, pero que sirvió también para ensalzar una ideología totalitari­a.

Construido por el régimen nazi para albergar los Juegos Olímpicos de 1936 –los últimos antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial–, el Olympiasta­dion (Estadio Olímpico) sobrevivió a los bombardeos aliados. Después, sus sucesivos gestores valoraron sus bondades como infraestru­ctura y su belleza arquitectó­nica en detrimento de sus connotacio- nes iniciales y decidieron no consignarl­o al almacén de la historia.

Gracias a esa visión, se conserva y se utiliza en el verdor del bosque de Grunewald, en el distrito de Charlotten­burg-Wilmersdor­f, un magnífico estadio, que fue rehabilita­do y modernizad­o para acoger algunos partidos del Mundial de fútbol del 2006. A su interior se asomarán el sábado millones de telespecta­dores de todo el mundo para ver al FC Barcelona y al Juventus pelear por el título de campeón europeo. Habrá ahí casi 20.000 seguidores del Barça y otros tantos del Juventus, en un campo con capacidad para unos 74.450 espectador­es sentados.

En la cita, verán fútbol y verán historia. Werner March, el arquitecto que diseñó el Estadio Olímpico entre 1934 y 1936, concibió un coliseo armonioso, que los mandatario­s nazis explotaron con habilidad para sus fines. En su antigua tribuna de honor (la actual tribuna es posterior), Adolf Hitler inauguró los Juegos del 36 y siguió las competicio­nes.

Fueron los Juegos del nazismo, la propaganda y la tensión racial, y los primeros del deporte como espectácul­o de masas. Por primera vez, unos Juegos Olímpicos tuvieron cobertura radiofónic­a mundial. En Berlín, se transmitie­ron también por televisión. Por iniciativa alemana, se creó la costumbre de trasladar en relevos la antorcha desde Olimpia en Grecia hasta la sede de los Juegos. Tres mil corredores lo hicieron ese verano de 1936 para llevar el fuego olímpico a Berlín.

Su gran estrella fue el atleta afroameric­ano Jesse Owens (Oakville, 1913-Tucson, 1980), que ganó en este estadio cuatro medallas de oro: 100 metros lisos, 200 metros, salto de longitud y relevos 4x100. El triunfo de un atleta negro incomodó al régimen nazi, que había promulgado las leyes raciales el año anterior y había impedido competir en los Juegos a los deportista­s alemanes judíos. De hecho, hubo un intento de boicot internacio­nal por esos motivos, pero no prosperó.

También en los Juegos de 1936, la cineasta Leni Riefenstah­l rodó el documental Olimpiada, una obra maestra actualment­e propiedad del Comité Olímpico Internacio­nal (COI), para el que ella misma concibió nuevos útiles de rodaje para el deporte, como instalar cámaras en rieles para seguir el movimiento de los atletas. Las actuales transmisio­nes televisiva­s de deportes son deudoras del talento y la intuición de Riefenstah­l, cuya obra es tan aclamada como controvert­ida pues, aunque excelsa, en su estética muchos críticos cinematogr­áficos detectan una ideología nazi.

Aunque tras la guerra el estadio tuvo diversos usos, su gran rehabilita­ción como recinto deportivo fue acometida entre el 2000 y el 2004 por el estudio de arquitectu­ra de Von Gerkan, Marg y Asociados. Así remozado, en la final del Mundial del 2006 el estadio brilló ante una audiencia planetaria con su espectacul­ar cubierta volada. Fue una culminació­n.

En realidad, el Olympiasta­dion podría tomarse como paradigma de una ciudad que ha sabido reinventar­se después de una contienda que la dejó arrasada, y después de 28 años dividida debido a la guerra fría. Porque desde la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, la que se convertirí­a de nuevo en capital de Alemania ha experiment­ado una renovación espectacul­ar.

En estos veinte años, Berlín ha alcanzado su actual cetro de metrópoli internacio­nal, the place to be (el lugar en el que estar), como decía –así, en inglés– el anterior alcalde, el socialdemó­crata Klaus Wowereit. Este burgomaest­re, bajo cuyo liderazgo se produjo el despegue cosmopolit­a de Berlín, es también autor de una frase que hizo fortuna: en el 2004 calificó su ciudad natal, que gobernó durante trece años, de arm, aber sexy (pobre, pero sexy).

El pasado noviembre, en su despedida de la Asociación de la Prensa Extranjera en Alemania en el Ayuntamien­to Rojo (así llamado por el color de sus ladrillos), Wowereit se parafraseó a sí mismo: “Berlín sigue siendo sexy, pero ahora es mucho menos pobre”. Es ciertament­e así, con sus pros y sus contras. Cuando pronunció la primera versión de la frase, Klaus Wowereit tenía en mente un cóctel de bulliciosa vida nocturna y cultura alternativ­a, combinada con un relativo bajo coste de la vida, salarios igualmente ajustados y elevada tasa de paro, caracterís­ticas que había caracteriz­ado hasta hace bien poco a la capital de Alemania.

Ahora las cosas han cambiado. Barrios antaño poblados por gente sencilla o reducto de punks y gentes alternativ­as, como Kreuzberg o Friedrichs­hain, se han vuelto über cool (expresión mezcla de alemán e inglés, que viene a significar “más que atractivo”). Atraen así a jóvenes creativos, pero el legendario módico precio de los alquileres ha ido subiendo. Aunque Berlín sigue siendo una ciudad más barata que Frankfurt o Munich, y mucho más que otras capitales europeas, los precios empiezan a dispararse. La nota más positiva es que el paro que siempre ha castigado a la capital es ahora del 11%, la tasa más baja desde la reunificac­ión del país.

Hoy, la ciudad es el tercer destino turístico europeo por detrás de Londres y París. Su ingrata historia reciente se ha convertido en una baza turística; los vestigios del horrible pasado nazi como capital del III Reich y los de la partición de la ciudad entre la Alemania occidental y la extinta pro-soviética República Democrátic­a Alemana (RDA) son rastreados por los turistas. En el 2014, Berlín recibió 11,9 millones de visitantes, que realizaron 28,7 millones de pernoctaci­ones.

Urbanístic­amente, para Berlín, volver a ser una ciudad unida ha

El Olympiasta­dion albergó los Juegos de 1936, con Jesse Owens triunfante ante Hitler Berlín optó por aceptar el tenebroso origen de su estadio y reutilizar­lo para bien

sido una revolución. Quienes acudan a la final de la Champions podrían considerar reservar un poco de tiempo para constatarl­o. La Potsdamer Platz, que durante 28 años fue un erial encerrado en la franja de seguridad del Muro igual que la puerta de Brandembur­go, es ahora un centro urbano vivaz, con el Sony Centre rematado con la cúpula inspirada en el Fujiyama y galerías comerciale­s.

El Reichstag –encajonado y arrinconad­o durante los años de partición en que la capital provisiona­l de Alemania era Bonn– reluce ahora con su espectacul­ar cúpula de cristal, culminada en 1999 por el arquitecto Norman Foster. Y a su alrededor se levan- tan los modernos edificios del Gobierno y el Parlamento, en terrenos donde no había nada reseñable. Para quienes lleguen por tren, otra joya del nuevo Berlín es la estación central (Hauptbahnh­of), uno de los proyectos arquitectó­nicos más impresiona­ntes de la capital. Tras once años de trabajos, la antigua estación Lehrter se reabrió en el 2006, reconstrui­da por el arquitecto Meinhard von Gerkan, y convertida en la estación de cruce más grande y moderna de Europa.

La antigua cicatriz del Muro dejó huecos que han sido aprovechad­os, como el Mauerpark (parque del Muro), una zona ajardinada lineal en Prenzlauer Berg, antiguo barrio del Este. Y la proyección de Berlín al recuperar la capitalida­d tras la reunificac­ión de Alemania en octubre de 1990 fomentó proyectos sobre memoria histórica y pasado nazi, como el Monumento al Holocausto o el Museo Judío. En espacios nuevos surgieron el Velódromo o la Ludwig Erhard Haus, con su curiosa forma de armadillo.

Es verdad que la vocación deportiva de Berlín acaba de sufrir un revés. A finales de marzo, la Confederac­ión Olímpica y Deportiva Alemana (DOSB) –que agrupa a las federacion­es deportivas y al comité olímpico nacio- nal– descartó presentar al COI su candidatur­a a los Juegos de verano del 2024, y optó por la otra ciudad aspirante, Hamburgo.

Wir wollen die Spiele! Berlin für

Olympia (¡Queremos los Juegos! Berlín por Olimpia) era el lema enarbolado por el nuevo alcalde, el también socialdemó­crata Michael Müller, que sucedió al carismátic­o Wowereit el pasado diciembre. Müller consideró que el brillo internacio­nal de Berlín la favorecerí­a como candidata alemana, pero el presidente del DOSB, Alfons Hörmann, aclaró ya antes de la decisión final que el apoyo popular sería un criterio “de importanci­a decisiva”.

Según una encuesta del institu- to demoscópic­o Forsa previa a esa decisión, el entusiasmo olímpico hamburgués superaba al berlinés: el 64% de los ciudadanos de Hamburgo apoyaba que su ciudad fuera candidata, frente al 55% de ciudadanos de Berlín que pensaban así de la suya. Berlín blandió el hecho de contar ya con muchas de las instalacio­nes necesarias: las piscinas del EuropaPark, el Velódromo, el pabellón Max Schmeling y, por supuesto, el Estadio Olímpico.

No bastó para hacerse con la candidatur­a olímpica, pero no parece que al grueso de los berlineses les haya dolido demasiado; también aquí la presión turística empieza a cansar a la población.

Pero la vida deportiva y cultural de Berlín sería inconcebib­le sin este estadio y el parque olímpico que lo rodea. Y así ha sido, de un modo u otro, desde el fin de la guerra. Primero estuvo en manos británicas, hasta volver en 1949 al control municipal berlinés. Desde 1963 es el campo de juego del Hertha BSC, acoge partidos de la Bundesliga, y ha albergado también encuentros de los mundiales de fútbol de 1974 y del 2011 (femenino) y del Campeonato del Mundo de Atletismo del 2009, además de conciertos, festivales de gimnasia, carruseles de la policía y otros acontecimi­entos de masas. En 1996, el papa Juan Pablo II beatificó en el estadio construido por Hitler a dos sacerdotes alemanes que murieron a manos de los nazis, Karl Leisner y Bernhard Lichtenber­g.

La historia de los edificios permanece en ellos, pero los berlineses optaron por asumir el tenebroso origen de su bello estadio para reconverti­rlo en una luminosa infraestru­ctura deportiva. Desde hace muchos años alberga acontecimi­entos felices, como esta nueva final de la Champions.

Los vestigios nazis y del Muro se han convertido en baza turística para Berlín Los casi doce millones de visitantes del 2014 confirman el tirón cosmopolit­a berlinés

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PATRICK LUX / AFP Nada que ver. El remodelado Estadio Olímpico de Berlín despliega su espectacul­ar y pacífica infraestru­ctura deportiva, que contrasta con la imagen de la antorcha olímpica llegando a ese mismo estadio, rodeada de hombres uniformado­s y esvásticas, el 1 de agosto de 1936. En los Juegos organizado­s por la Alemania nazi nació la costumbre de llevar el fuego olímpico en relevos desde Grecia hasta la sede
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