Hungría: cría cuervos…
Al sobresalto causado por el avance del Frente Nacional francés le sigue ahora la alarma provocada por el meteórico ascenso de la ultraderecha húngara, pues en unos comicios parciales acaba de confirmar que su intención de presentarse como alternativa de gobierno no es del todo descabellada. Los analistas están de acuerdo en que el valor de esta victoria es más bien simbólico. Pero sucede que, en política, y sobre todo a falta de contenidos económicos y sociales, lo simbólico puede llegar a tener consecuencias prácticas sumamente incómodas. Este parece ser el caso que aquí se presenta.
¿Qué ocurrió exactamente? El 12 de abril se convocaron unas elecciones parciales en Tapolca, un minúsculo municipio con un censo de 70.000 votantes. Con el 41% de participación, el candidato del partido ultraderechista, Jobbik, se alzó con la victoria sobre el aspirante del partido gubernamental, Fidesz, por una diferencia de 256 votos. Hasta aquí, en efecto, todo resulta bastante simbólico. Sin embargo, esta victoria mínima en un lugar no menos mínimo puede cambiar el mapa político de un país de la Unión Europea. Para peor, por supuesto.
No es ésta la primera victoria de Jobbik, que en el Parlamento húngaro ya se había convertido en la tercera fuerza. La novedad reside en que el escaño recién conseguido es el primero que gana por votos directos un candidato, y no por la lista del partido. Su triunfo corrobora una tendencia consistente en tres componentes: su propio empuje, la incapacidad de los socialistas (a quienes ya han adelantado en intención de voto) y el declive de Fidesz, que es el partido en el Gobierno desde el 2010.
En su primer ciclo, Fidesz no tenía el menor problema. Tampoco oposición. Los socialistas estaban como siguen ahora: desgastados y desorientados, arrastrando el lastre de un pasado de mala gestión y de corrupción. Tampoco el racista Jobbik parecía preocupar a Fidesz. En el 2008, sien- do líder de la oposición, el actual primer ministro Viktor Orbán declaró que, una vez en el poder, resolvería el problema de la ultraderecha dándoles una “hostia”. Pero dicha “hostia” resultó ser algo mustia. Entre otras cosas porque Jobbik le era muy útil para aco- sar de forma atroz al Gobierno socialista.
De hecho, ya en el poder, Fidesz logró mantener el mito —sostenido por parte de los analistas políticos del mundo y por la mayoría de los miembros del Partido Popular Europeo—, se- gún el cual ellos ejercían de muro de contención de Jobbik. A falta de una oposición que les presionase por la izquierda, y preso de su discurso populista, antieuropea y anticapitalista, Fidesz llevó a cabo un sorpasso a la derecha. Apropiándose de parte del programa de Jobbik (aunque sin su retórica racista), consiguió neutralizarlo. Y, mediante el uso abusivo de su mayoría absoluta, se lanzó a rediseñar la sociedad húngara según un modelo que parece más propio de la Rusia de Putin o la Venezuela de Chávez que de una democracia occidental. El truco funcionó durante el primer ciclo. Pero ahora, en el segundo, Jobbik ha empezado a disputarle ese espacio político que de forma irónica, cuando no trágica, llaman centro.
Para lograrlo, Jobbik, un partido que cuenta en su haber con un sinfín de fechorías racistas, homófobas y ultranacionalistas, ha necesitado reciclarse. De repente niegan ser racistas: ya tan sólo reclaman una solución urgente para la cuestión judía y gitana, así como el cese de la explotación de Hungría por parte de la UE y las empresas multinacionales. En el 2010, el arisco Gábor Vona, primer secretario de la formación, debutó en el Parlamento húngaro ataviado con el estrafalario chaleco de la Guardia húngara, el grupo paramilitar del partido, que sigue campando a sus anchas. Ahora se viste como un modestísimo ejecutivo, no para de sonreír y se fotografía con niños y con perros.
Puede que el cambio de imagen no resulte suficiente, pero cuenta. También el hecho de que Jobbik es el único partido que aún no ha tenido la oportunidad de corromperse por el poder y que, con un arrojo y disciplina militares, desarrolla un trabajo social y de adoctrinamiento digno de un partido fundamentalista islamista.
A pesar de su preocupante ascenso, parece improbable que Jobbik llegue a convertirse en el partido gobernante de Hungría. Lo que no se puede excluir, en cambio, es que en las elecciones del 2018 un menguado Fidesz pacte con ellos para mantenerse en el poder. Sus votos sumarían una mayoría ya no absoluta, sino aplastante. Sería una combinación letal: el afianzamiento perfeccionado del modelo político desarrollado por Fidesz, financiado en gran parte por la UE y basado en el uso autoritario del Estado de derecho, la aplicación de leyes retroactivas a su antojo, y la corrupción elevada a política de Estado.
Todo el mundo sabe qué le sucede a quien cría cuervos. Son menos los que consideran el peligro de que sea su vecino europeo quien lo hace.
El ultraderechista Jobbik ha ganado un escaño ante el partido en el poder, Fidesz, en una elección parcial