La debilidad pronominal
Uno de los libros de Günter Grass más citados estos días es Mein Jahrhundert ( Mi siglo). Grass lo publicó en 1999 y contiene cien narraciones breves, casi esbozos, situadas en cada uno de los cien años del siglo XX. El planteamiento es tan periodístico, de anuario ampliado a centuria, que se puede leer como quien mira la agenda: a ver qué cuenta Grass de los años del nazismo o qué narración adjudica al año que nacimos. En mi memoria de lector constante ha quedado fijada una de las narraciones de Mi siglo que Grass sitúa en la década de los setenta. Un miembro de la Fracción del Ejército Rojo (Baader-Meinhof) explica los ideales que le mueven en primera persona y, sin solución de continuidad, salta a la tercera cada vez que el relato tiene que describir los efectos concretos de la violencia aplicada por el narrador y sus compañeros de lucha. Este desplazamiento pronominal me pareció un mecanismo retórico de alta precisión para mostrar los claroscuros morales de la vía revolucionaria que se exacerbó en Europa en la década de los setenta, cuando el terrorismo endógeno se extendió tanto por Alemania como por Italia o España. Y, al mismo tiempo, cuando años más tarde Günter Grass publicó sus memorias y reveló el deslumbramiento que había sentido de joven por el nazismo, el vaivén pronominal tomó más enjundia.
La elección pronominal determina la naturaleza de cualquier texto literario. Al principio fue el verbo, según el relato fundacional de nuestra civilización, pero ¿cómo se conjuga? Si un escritor elige la tercera persona para conjugar el primer verbo que escribe, en aquel mismo momento crea un personaje oculto que narrará lo que suceda desde su punto de vista. La teoría literaria le denomina narrador omnisciente, es decir, alguien que lo sabe todo, todo y todo sobre lo que explica. Pero como se sitúa fuera del relato, los lectores nunca tendremos la posibilidad de explorar los límites de su conocimiento. En cambio, si el narrador conjuga el mismo verbo en primera persona, se aproxima al lector y sus límites empiezan a tomar contorno. Juan Carlos Onetti exploró con acierto una tercera vía en La muerte de Artemio Cruz: escribir en segunda persona, un experimento habitualmente desaconsejado en los talleres de escritura por su evidente dificultad. La literatura epistolar, en general, usa la segunda persona porque es un texto dirigido a alguien en concreto, a un tú. Jordi Puntí, en su celebrada novela Maletes perdudes, explora la primera persona del plural para dar voz a los cristòfors, cuatro hombres de cuatro ciudades europeas que se conocen en Barcelona al descubrir que son hijos del mismo padre. Una vez me inventé un personaje de novela que era un pronombre, capaz de transfigurarse en una multitud de personajes, como un Zelig gramatical. Tabucchi, lector constante de Pessoa, decía que escribimos desde una congregación de yoes. El juego pronominal no es un mero artificio retórico. Las historias sólo existen si alguien las cuenta, pero son o dejan de ser según cómo las cuente.
Al principio fue el verbo, según el relato fundacional de nuestra civilización, pero ¿cómo se conjuga?