La elección de los 10.000 millones de dólares
¿Es factible que una tercera persona apellidada Bush se siente en el despacho oval de la Casa Blanca transcurridos poco más de 25 años desde que lo hizo la primera? ¿Y que una segunda apellidada Clinton lo haga en apenas 24 años? ¿Tiene sentido que Mitt Romney, que perdió la nominación republicana ante John McCain en el 2008 y que resultó derrotado por Barack Obama en el 2012 aspire a una tercera oportunidad en el 2016?
Obviamente, no hay una respuesta unívoca a estos interrogantes, pero el hilo conductor es evidente: el dinero, las cantidades ingentes de efectivo que los candidatos deben recaudar para armar una campaña que pretenda optar de manera realista a la presiden- cia de Estados Unidos. Según el Centro para una Política Responsable –CRP en sus siglas en inglés–, las elecciones presidenciales del 2012 fueron las más caras de la historia del país, con unos gastos estimados en el entorno de los 6.000 millones de dólares. Teniendo en cuenta las sucesivas sentencias dictadas por el Tribunal Supremo en los últimos tiempos –muchas de ellas decididas por la mínima, por 5 votos a favor y 4 en contra–, que han ido desmantelando prácticamente todas las restricciones a las contribuciones pecuniarias a las campañas, la factura de las próximas elecciones presidenciales difícilmente bajará de los 10.000 millones de dólares. De ahí que los candidatos más conocidos, como Jeb Bush, Hillary Clinton o Mitt Romney se muevan rápido, no sólo para ser los primeros en llamar a la puerta de los contribuyentes individuales y societarios más acaudalados sino también para acumular lo antes posible un botín de guerra ( war chest) que disuada de emprender la campaña a los posibles rivales.
Hagamos un poco de historia. A raíz del escándalo Watergate, que acabó provocando en 1974 la primera y hasta ahora única dimisión de un presidente del país, el Congreso se propuso emprender una tímida regulación de los gastos de las campañas políticas, propiciando incluso una financiación pública parcial de las mismas. La idea básica era dotar de mayor transparencia al proceso, limitar los gastos en las distintas etapas –elecciones primarias, convenciones, campaña final de otoño– y financiar paritariamente con fondos públicos las campañas presidenciales. Simplificando mucho, la fórmula estribaba en que por cada dólar recaudado por el candidato entre el público y las empresas, el Gobierno federal aportaría otro, a cambio de que el candidato se comprometiera a limitar sus gastos.
El sistema funcionó razonablemente bien –nunca llegó a extenderse a las campañas para las elecciones al Congreso ni a las de los gobernadores estatales– hasta que se topó con los tribunales. Si a raíz de los recientes atentados terroristas de París se ha asentado la doctrina de que la blasfemia es- tá amparada por la libertad de expresión, el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha dictaminado una y otra vez que restringir las contribuciones financieras de los ciudadanos, las empresas y los ubicuos comités de acción política –PAC’s en sus siglas en inglés– atenta contra la libertad de expresión consagrada en la primera enmienda de la Constitución.
Los resultados son absolutamente previsibles, es difícil demostrar que se compran voluntades, pero nadie puede negar que se compran accesos. En uno de sus últimos trabajos, el cantante norteamericano Jackson Browne, nacido en Heildelberg, pero recriado en California y en el barrio barcelonés de Gràcia, lo proclamaba contundentemente: “¿Quién posee la elecciones? ¿Quién se aprovecha por los dos lados?/¿Quién se queda con todo el dinero que pagan los políticos?/Intentas por todos los medios creerte que tu voto cuenta/Pero las elecciones se ganan con dinero en importes cada vez mayores/Saquemos el dinero de la política y puede ser que viéramos/Que este país vuelve a algo más parecido a la democracia”. Se puede decir más alto, pero no más claro.
Las presidenciales del 2012 fueron las más caras de la historia, con unos gastos de 6.000 millones