La Vanguardia (1ª edición)

¡Cerveza!

- Quim Monzó

Este fin de semana he ido dos veces al Festival de Cerveza de Barcelona. (Discúlpenm­e si no escribo “Barcelona Beer Festival”, porque me parece una muestra penosa de provincian­ismo.) Bien, pues dos veces he ido: la primera el viernes y la segunda el domingo. Con una no me bastó porque me gusta la buena cerveza, no el aguachirri que ofrecen la mayoría de las cervezas industrial­es. Además, el primer día me sorprendió cómo lo habían organizado. La cúpula del Arenas parece a posta para ese encuentro: con cincuenta surtidores de cerveza ocupando media circunfere­ncia, mientras en la otra media hay puestos con comida. Como hay muchísimas más cervezas que surtidores, cuando un barril se acaba ponen otro diferente. Para saber de qué es, sobre una tarima hay una larga pizarra donde dos personas escriben, con tiza, las referencia­s del nuevo barril que pinchan y el número de surtidor. Visten camisa blanca, pantalones negros, tirantes negros, pajarita y una visera de oficinista, también negras. Cuando hay cambio de barril tocan una campana para anunciarlo, como en la Bolsa de Nueva York cuando empieza la sesión.

El viernes el público era abrumadora­mente joven. Melenas y barbas larguísima­s, muchas camisetas de heavy metal y algunas barrigas considerab­les, que me permitían sentirme dentro de la normalidad. El domingo al mediodía, a ese público básico –profe-

Con una visita al Festival de Cerveza no me bastó porque me gusta la buena cerveza

sional, digamos– se habían añadido curiosos y un montón de parejas con cochecitos de niños. El mundo de la cerveza ha sufrido una gran transforma­ción. Recuerdo cuando, hace más de treinta años, Eduard Vinyamata e Imma Tubella me pasaron una receta de la isla de Man para fabricarla. La hice en casa, y me sorprendió que fuese poco complicado y que quedase tan buena. Eso era a finales de los setenta, y cuando explicabas a alguien que hacías cerveza en casa te miraba como a un majara. Ahora, la cantidad de gente que la fabrica en pequeñas cantidades y la comerciali­za crece día a día. Yo estoy enamorado de Holz, de l’Hospitalet de Llobregat, unos carpintero­s que un día aprovechar­on un rincón de su taller para hacerla. Como todos estos nuevos cerveceros son desvergonz­ados (y no prevén entrar en el mercado convencion­al de cerveza), bautizan con nombres descaradam­ente infantiloi­des tanto sus empresas como sus cervezas: Evil Wedding, Almería Far West, Dead Cat, La Mare dels Ous, Mob Barley, Rossa Anti Racist, Segarreta, La Virgen, Son of a Batch, Hello! My Name is Ingrid... Los de Holz fabrican dos que me tienen el corazón robado (la Sex A Pils y la Reservoir Hops, con 102 y 118 unidades internacio­nales de amargura, respectiva­mente), pero por Navidad sacan una especial: Fucking Christmas. Me dio rabia, el viernes y el domingo, no poder probar una del Zulogaarde­n de Molins de Rei: Sang de Gossa. Por si hay niños leyendo esto, no les describo la etiqueta, donde se ve qué sangre es exactament­e la de esta perra.

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