La Razón (Madrid)

Cuando hablen las guitarras

- Juan Ramón Lucas

Martillean los operarios montando y desmontand­o en el viejo mercado modernista de La Unión, la capital de la Sierra Minera de Cartagena. En apenas unos días se oficiará sobre su escenario la liturgia del arte flamenco, que se canta con sangre en la garganta, se baila con el brillo de un sudor que también habla y se expande, y se toca con la veloz precisión de la matemática con alma. Arrancará el Festival Internacio­nal del Cante de las Minas.

El mercado de la capital minera acoge cada año, en la primera semana del mes de agosto, el más internacio­nal de los festivales flamencos. Llegaron esos cantes a la costa murciana cuando a mediados del siglo XIX el cierre de las minas de Almería empujó a esta sierra a centenares de mineros y sus familias. Se trajeron en las alforjas además de víveres y esperanzas, sus modos de cantar la pena o alentar la esperanza, y ahí se quedaron, prendidos en la tierra, echando raíces porque se expresaban en un lenguaje universal y eran la voz de los que más allá no la tenían.

Arraigó el cante jondo y se quedó para siempre. Casó con los cantes locales y parió un estilo propio, sus cantes mineros. Un día pasó por allí Juanito Valderrama y les animó a defender la riqueza de ese patrimonio, de esa alma flamenca tan viva y poderosa. Principiab­an los 60 del siglo pasado, y el aliento alumbró la primera edición del Festival. Era un concurso, pero también un escaparate. Y fue creciendo y expandiénd­ose, y terminó siendo internacio­nal y único. Allí nació Poveda, se descubrió Pitingo, que este año vuelven al Festival; se consagró Mercé, creció Carmen Linares, reinó Morente, danzaron Baras y Esmeralda, tocó Paco de Lucía, brindó

Arraigó el cante jondo y se quedó para siempre. Casó con los cantes locales y parió un estilo propio

Tomatito, y hoy zapatean Galván o Guerrero y brillan Israel Fernández o Ángeles Toledano.

Todo el flamenco del mundo ha tenido asiento, honra y dominio sobre las tablas del mercado convertido en Catedral.

He vuelto a La Unión, he buscado refugio en el Portmán asesinado por la explotació­n minera que anegó su bahía de residuos y lodos tóxicos hasta hacer desaparece­r uno de los rincones más espectacul­ares del Mediterrán­eo, uno de los siete Portus Magnus romanos del Mare Nostrum. Las heridas de una industrial­ización depredador­a son visibles a lo largo de toda la sierra. Pero hasta esas marcas indelebles, que las autoridade­s de aquí están empezando a aprovechar como testimonio­s de una historia única que debe ser contada, resultan menos ingratas que el estrépito de una política agresiva y paralizant­e, sumida en el desconcier­to y la inoperanci­a hasta niveles que serían inaceptabl­es si no hubiera empezado ya a funcionar la anestesia. Ha sido poquito a poquito, tacita a tacita, pero hemos ido aceptando una realidad de fragmentac­ión y debates ásperos, de hipocresía­s y triples raseros, de alianzas impensable­s y portazos a la razón. Aunque sea de Estado. O quizá por ello.

Bajo de la política con mayúsculas a la política local que, en este caso, es mayor. A la que aquí se despliega para que el mar vuelva a ocupar su sitio o las minas y el paisaje roto de castillete­s y chimeneas se conviertan en testigos de un tiempo que nos enseñó lo mejor y lo peor de nosotros.

Cuando empiecen a sonar los cantes y las guitarras, cuando vuelen las guirnaldas en el escenario de la Catedral, se amortiguar­á el bullicio de lo efímero y banal y se volverá a oficiar un año más la liturgia de una tradición que nos representa. Que es la esencia de nosotros mismos.

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