La Razón (Madrid)

Cuánta valentía (y no se da cuenta)

- Javier Menéndez Flores

Aquel zagal que jugaba a la billarda y al trompo y a las canicas en el barrio de San Miguel, entrañas de Jerez, donde el flamenco es la segunda religión y el arte mana de las fuentes y se refugia en dos de cada tres balcones, sintió la llamada de las seis cuerdas por culpa de la radio. Su oído atrapaba al vuelo cada una de las melodías de aquel aparato que parecía cantar solo para él, y quienes llegan a viejos de sobra saben que el único modo de concretar un deseo es desgastand­o el mazo mientras se sueña con los ojos abiertos.

(No se da ni cuenta, Paco, que cuando la miro, por no delatarme me guardo un suspiro. Qué cobardía la mía y qué valiente tú, que te plantaste en Madrid sin más equipaje que una guitarra y entraste en Los Canasteros espoleado por el hambre que da la ambición y con la humildad de quien sabía que pisaba el suelo sagrado de un templo. Y pusiste tu instrument­o al servicio de las más dotadas gargantas, por más que a cada segundo tuvieses que embridar embridar la emoción que se empeñaba en salir de ti como el chorro de lava de un volcán).

Mirabas a Paco de Lucía hacer su trabajo y te preguntaba­s si no sería un impostor, un dios disfrazado de mortal, porque aquello rebasaba los márgenes de la excelencia. Y en el Camarón niño advertiste enseguida al heredero natural de toda una tradición, pero con un timbre distinto. Ese muchacho tenía almíbar en las cuerdas vocales, el acero de un hombre y la seda de una mujer, y no era difícil vaticinar que estaba llamado a inaugurar una nueva era. Pero entre el millón de recuerdos que atesoras resplandec­e la efigie de Lola Flores, que era un trueno incluso cuando cerraba la boca. Esa majestad, esa fuerza que adornaba cada gramo de su percha menuda, no la has vuelto a ver jamás en nadie, y no será porque no has mirado a los ojos a decenas de titanes.

(No se da ni cuenta, Paco, que tiemblo a su lado y hasta me sonrojo. Qué cobardía la mía y qué valiente tú, que en cuanto pudiste te

«Paco no se ha echado una sola siesta en las últimas siete décadas»

llevaste a tus padres a la gran ciudad para devolverle­s todo el amor que le habían dado a su único hijo. Hay pocos placeres que superen a ese. Lo constatas cada vez que la nostalgia se te sienta enfrente provista de su abultado álbum de fotos).

Dejadle a Paco andar por Jerez, porque ese deporte le da la vida. Dejadle pisar su ciudad, recorrerla como quien camina por el salón de casa, que se lo ha ganado a golpe de muñeca y sentimient­o. Dejadle notar sobre él, como el sol amigo de las primeras horas del día, la mirada del de la Puerta Real, que todo lo sabe y todo lo ve, mientras sus recuerdos viajan de la calle Encaramada a la de Santa Clara, donde empezó a fraguarse su buena estrella.

Paco no se ha echado una sola siesta en las últimas siete décadas, porque no se escriben ochocienta­s canciones, algunas de ellas inmensas, tumbado a la bartola, sino bregando, incluso, mientras se duerme.

(No se da ni cuenta, Paco, que es su alma fría la que me atormenta. Qué cobardía la mía y qué valiente tú, que no te conformast­e con ser uno más y creaste un estilo que cualquiera que tenga oído identifica en las primeras notas. Cuánta valentía, sí, y no te das cuenta).

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