Pilar Correa Verjeles
De nuevo la Parca me ha golpeado cerca con su inexorable guadaña. Si hace quince días enterrábamos al doctor Rubio, un entrañable ser humano, hace una semana en Badajoz enterrábamos a Pilar, la mujer de uno de los mejores cirujanos maxilofaciales de Europa, el doctor Florencio Monje, de quien he hablado aquí hace tiempo. A ambos los conocimos en un viaje por Egipto, justo antes de la pandemia y, por esas cosas raras de la vida, congeniamos sin que me acuerde muy bien en qué momento del viaje. Dios, que es muy sabio, conjunta parejas que se complementan por estar, en muchas ocasiones, en las antípodas de caracteres. Florencio es lo más parecido a Séneca: sobrio, serio, de pocas pero atinadas palabras, siempre con su cámara al hombro. Pilar era un ser humano cargado de energía, vitalidad, alegre, muy cariñosa y con una sonrisa que iluminaba su aura y, en consecuencia, su entorno. Tenía en su interior una pila inagotable de energía y todo lo disfrutaba y saboreaba como una niña que descubre el mundo por primera vez.
Tras el viaje, y por la generosidad del matrimonio, fui a Badajoz con mi mujer a presentar uno de mis libros. Las atenciones que recibimos durante ese fin de semana no las olvidaremos en nuestra vida. Nos llenaron de cariño y atenciones, y Pilar se manifestó como una anfitriona insuperable. Una enfermedad vino a nublar poco a poco sus recuerdos. La última vez que disfrutamos de su compañía y de su sonrisa fue en la boda de nuestra hija: elegante, guapísima, alta y con un tipo extraordinario. Tras ese acontecimiento, empezaron a llegarnos noticias terribles de su salud. Cuando ya casi no reconocía el mundo en el que sembró su amor y esparció su luz, solo le iluminaba el rostro la presencia de su preciosa nieta. En ella, en el corazón de su estupenda familia y en nosotros vivirá eternamente.