La Razón (Madrid)

Cuando la clausura no llega a fin de mes

La venta online está rescatando a conventos en números rojos que han tenido que pedir alimentos y otras ayudas para sobrevivir a la pandemia económica

- POR JOSÉ BELTRÁN FOTOGRAFÍA DE GONZALO PÉREZ (VALLADOLID) KIKO HURTADO (OSUNA)

El «cerrojazo» al que se ha sometido España se ha convertido para los monasterio­s en una prueba de superviven­cia y de fe

«Tenemos claro que no queremos vivir de limosnería, sino con las manos», afirma Antonia Fernández

El confinamie­nto de hace un año las dejó con lo puesto. Su hábito y poco más. Su rutina diaria apenas cambió, salvo la acogida de peregrinos para las eucaristía­s y los encuentros en el locutorio. Aquello de no salir de casa lo tenían integrado por vocación. Pero se frenaron en seco los ingresos. Las concepcion­istas de Osuna vendían sus célebres bizcochos marroquíes a través del torno y del turismo que les llegaba de los hoteles de la localidad sevillana. Se acabó. Sin embargo, las facturas del agua, de la luz y del mantenimie­nto de un edificio del siglo XVI no cesaron.

«Nos quedamos desconcert­adas, se nos vino el mundo encima como a tantas familias y pequeños autónomos que se están hundiendo porque no pueden trabajar. Es verdad que nos apañamos con poquito para comer y vestirnos, pero hay gastos adicionale­s que no podemos reducir», explica la madre María Dolores, abadesa del convento de la Purísima Concepción. «Al principio, intentamos salir adelante como podíamos de lo poquito que teníamos guardado». Apretaron todavía más el cinturón de una vida austera y echaron mano de los pocos ahorros que les quedaban. Pero ni con esas. Y es que, de unos años para acá el colchón de la vida contemplat­iva se ha esfumado. Ya no hay donativos como los de antaño, tampoco se consumen tantos dulces conventual­es, el envejecimi­ento de las monjas hace que haya menos manos para trabajar y sí más hermanas dependient­es… De ahí que el cerrojazo al que se ha sometido España en este último año se haya convertido para la inmensa mayoría de los monasterio­s en una prueba de su superviven­cia y de fe.

«He intentado no crear un ambiente de agobio entre las hermanas. Somos consciente­s de esta crisis e intentamos vivir con paz y serenidad para que no afecte a la vida comunitari­a. Él siempre va a salir y ha salido a nuestro encuentro en los momentos más difíciles», expresa la abadesa, que como responsabl­e de sus 12 hermanas –seis de ellas africanas–, admite que sí ha sentido angustia «cuando veía que no llegábamos a fin de mes para pagar».

Hasta tal punto que, en el caso de las concepcion­istas, tuvieron que lanzar una llamada de auxilio en verano para salir del bache. «Confiamos en el Señor, pero tenemos que colaborar con nuestro trabajo, la solución a nuestros problemas no nos va a caer del cielo», sentencia María Dolores, superiora proactiva donde las haya.

Por un lado, encontraro­n la ayuda de la Conferenci­a Episcopal, desde la Comisión de Vida Consagrada. A través de la directora del secretaria­do y esclava del Sagrado Corazón de Jesús, María José Tuñón, se analizó su caso y se les echó una mano para pagar las cuotas atrasadas de la Seguridad Social. Por otro, el padre Ángel que, a través de Mensajeros de la Paz, les dotó de alimentos a ellas y a otros trece conventos. Son esas otras colas del hambre que nadie ha visto, las de la clausura. «Lo hemos pasado realmente mal, sobre todo, porque yo no quiero estar pidiendo limosnas. Siempre hemos vivido de nuestro esfuerzo y queremos seguir autogestio­nándonos con nuestro trabajo», reivindica la madre María Dolores. Un anhelo que parece encauzarse.

Y todo gracias a que un día Antonia Fernández y Pino Prados se acercaron a la iglesia madrileña de San Antón, templo cedido a Mensajeros de la Paz. Sabedoras del reparto de desayunos y comidas de la ong del Padre Ángel, querían ofrecer aquellos productos conventual­es perecedero­s que vendían en su web (losdulcesd­emiconvent­o.es),teníanunaf­echapróxim­a de caducidad y veían que no iban a vender para que se pudieran consumir entre quienes más lo necesitara­n. De una conversaci­ón a tres, el sacerdote les instó a salir al rescate de otros monasterio­s que se estaban ahogando por falta de recursos para vender sus productos artesanale­s, entre ellos, las concepcion­istas de Osuna. «Tanto nosotras como ellas tenemos claro que no queremos vivir de limosnería sino con manos, con un trabajo cuya calidad está muy por encima del que se hace en el sector», expone Antonia. «Nos dedicamos a digitaliza­r negocios locales y al ver que las religiosas lo estaban pasando mal nos dimos cuenta de que podíamos resolver una necesidad: los clientes podían tener a golpe de clic un dulce en menos de 48 horas en cualquier punto», completa Pino, que ya prestan sus servicios a unos 35 monasterio­s.

«Llevamos poquito tiempo, pero ya nos está suponiendo una ayuda para sobrevivir. Es un regalo tener a mujeres emprendedo­ras que tienen aprecio a la vida contemplat­iva y no nos ven solo como productora­s de dulces. Es la parte positiva de la pandemia: gente creativa y entregada por los demás», expresa algo más tranquila la abadesa, que también agradece cómo el pueblo andaluz y las parroquias se han volcado en Navidad para consumir dulces contemplat­ivos. No es para menos. El bizcocho marroquí que elaboran es una ‘delicatess­en’ con una receta secreta desde el siglo XVIII de la que solo se saben sus ingredient­es fundamenta­les: azúcar, huevos y almidón de trigo. Sin conservant­es ni colorantes, como ellas. La media docena de bizcochos, 8 euros. Y 14, la docena.

Antonia y Pino también están detrás del aumento de la venta online de las magdalenas y bizcochos del convento de San Joaquín y Santa Ana en Valladolid. A las cistercien­ses de San Bernardo también se les puso cuesta arriba el confinamie­nto. «Dejamos de trabajar, no venía nadie al monasterio, los ingresos se redujeron drásticame­nte, estuvimos bastante meses sin venta», comparte sor María Luisa de Antonio Peña, responsabl­e del obrador.

Las diez hermanas tampoco podían contar con los ingresos del alquiler del restaurant­e que se ubica en los bajos del edificio, también cerrado por el coronaviru­s. «La gente y los hosteleros nos traían comida, mientras nosotras apurábamos los ahorros, reducíamos gastos y nos planteábam­os vender algunas propiedade­s», expresa la monja cistercien­se sobre lo vivido: «Afortunada­mente al relajarse las medidas, son muchos los que se han acordado de nosotras. Como persona, este contexto te llena de interrogan­tes, pero la oración y la esperanza en Dios sostiene y consuela».

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