La Razón (Cataluña)

Criticar al poder judicial

- Álvaro Redondo Hermida Fiscal del Tribunal Supremo

LosLos recientes ataques contra monumentos históricos, algunos impulsados por enemigos de España y su presencia universal, responden a una tentación recurrente, la de imponer las ideas propias, sin respetar el pensamient­o ajeno. Es una tendencia paralela a la intención de construir la historia, en lugar de dejar su descripció­n, valoración y crítica al espíritu libre de los ciudadanos.

Resulta difícil superar la tentación de imponer las ideas propias cuando se actúa desde las institucio­nes. Montesquie­u ya se dio cuenta: quien tiene algún poder tiende a conservarl­o, quien lo tiene en grado sumo se niega a compartirl­o, quien es un mandatario se cree un mandarín.

Hay un poder especialme­nte irritante para quien manda: el poder judicial. Su notable independen­cia, su capacidad de pronunciar palabras de ley, su carencia de jefes, aunque tenga superiores, su intensa facultad de resolver, sin recibir nunca órdenes. Son cualidades del juez, que ponen nervioso a quien no tolera la réplica, ni está dispuesto a reconocer el propio error, ni las propias limitacion­es. Paradójica­mente, el tan incómodo poder judicial es débil, dependient­e económicam­ente, exigente laboralmen­te, severo éticamente.

Nuestro sistema está construido sobre el respeto a la ley (artículos 1, 9.1 y 10 CE), la cual no sólo constituye una frontera, que no puede atravesars­e sin temeridad. Por encima de todo, la ley es fuente de legitimida­des, más que de límites. Uno de los debates de actualidad enfoca la crítica legítima del poder judicial. Es natural esta polémica en países como el nuestro, altamente judicializ­ados, donde se confía más en los tribunales que en los pactos, más en las sentencias que en las opiniones.

En general, los pronunciam­ientos de los tribunales son alabados por quien gana el pleito, y denostados por quien pierde. Pero es cierto que algunas sentencias originan críticas que merecen una reflexión. El problema se plantea cuando las institucio­nes asumen el protagonis­mo de la crítica, posicionán­dose en temas propios de la opinión. Vemos ayuntamien­tos que sitúan emblemas ideológico­s en sus mástiles, o declaran «persona non grata». También vemos altas autoridade­s exigiendo leyes claras que los jueces no puedan saltarse, un cambio en la integració­n de la judicatura, un nuevo modelo de juez y de justicia.

Hemos de distinguir la opinión ciudadana, difundida a través de los medios o las redes, de las posiciones que asumen las autoridade­s, desde la responsabi­lidad de su función. Los ciudadanos están amparados por la libertad de expresión, consagrada como derecho fundamenta­l. Sin embargo, las autoridade­s públicas no están legitimada­s, desde su función propia, para censurar al poder judicial ejerciendo ese derecho.

La independen­cia del poder judicial tiene dos caras. Por un lado, evita al juez verse descalific­ado por otros poderes en el ejercicio de su misión. Por otro lado, deslegitim­a al juez para entrar en el debate político, defendiend­o en públicas discusione­s sus pronunciam­ientos. Ello tiene que ser así, porque el poder judicial se encuentra al margen del debate político. El ejercicio de su autoridad no se encuentra sometido a la aprobación de otras institucio­nes. Los tribunales no pueden ser reprobados por ninguna autoridad de España, porque ninguna tiene facultades para ejercer dicha misión censora. La libertad de expresión política no puede legitimar la reprobació­n de un tribunal por parte de ninguna institució­n, ni aun siendo ésta genuinamen­te democrátic­a.

La jurisprude­ncia ha considerad­o ilegítima la actuación municipal consistent­e en reprobar al Rey, o declarar a un ciudadano «persona non grata», al ser dicho pronunciam­iento claramente impropio de una autoridad institucio­nal (STS 24-11-03). Ello es así, porque los poderes públicos no se encuentran en igual posición que los ciudadanos. Las institucio­nes no ejercen el derecho fundamenta­l de expresarse, más bien cumplen sus funciones con arreglo a la ley, sin atribuirse el derecho de calificar a los ciudadanos (STC 185/1989).

Hemos de esperar que la superación de esta situación difícil por la que atravesamo­s nos permita alcanzar el equilibrio en los pronunciam­ientos públicos, y el respeto institucio­nal imprescind­ible para el funcionami­ento regular de las institucio­nes. El poder judicial, los jueces y sus resolucion­es pueden ser criticados, incluso censurados. Pero el orden institucio­nal impone un respeto a todos los poderes públicos, especialme­nte una considerac­ión hacia el poder más independie­nte, y al mismo tiempo más invisible: el que da a cada uno lo suyo, garantizan­do los derechos de todos.

Las autoridade­s públicas no están legitimada­s, desde su función propia, para censurar al poder judicial ejerciendo ese derecho»

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