Guerra de Arauco
Más de dos siglos pasaron enfrentados la Corona hispana y la población de la Araucanía.
En el actual Chile, los araucanos defendieron durante más de dos siglos su independencia contra España.
Mientras la monarquía hispánica luchaba por la preponderancia en el continente europeo durante el siglo xvi, a miles de kilómetros de distancia, en el cono austral sudamericano, se desarrolló una lucha eterna de las tropas españolas y sus aliados contra unos numerosos contingentes de indígenas, el pueblo araucano. Estos defendieron con pertinaz independencia sus tierras de los intentos de conquista y colonización de la potencia global de los Austrias. A aquel conflicto intermitente se lo llamó la guerra de Arauco, y abarcó más de dos siglos de animadversión mutua.
En realidad, bajo la denominación de araucanos encontramos principalmente a tres grupos étnicos a la llegada de los españoles: los picunches, los mapuches y los huilliches. Los primeros, “gente del norte”, fueron conquistados militarmente, pero los dos siguientes, “gente de la tierra” y “gente del sur”, respectivamente, grupos tribales y agrarios, mantuvieron una larga lucha de guerrillas y golpes sorpresivos contra los españoles desde las primeras etapas del contacto con los ya conquistadores del Tahuantinsuyo, o Imperio inca. Su sociedad, con creencias en deidades sobrenaturales como Ngünechén o el Pillán, era de tipo comunal y estaba estructurada a través del levo, unidades políticas de entre 1.500 y 3.000 miembros. Cada grupo territorial estaba dirigido por un loncos, jefe de familia o linaje. En situaciones de grave amenaza externa, esos grupos se unían en una confederación tribal excepcionalmente bajo la dirección del toqui, o caudillo militar, elegido por su notoriedad en asuntos bélicos o con un carisma asentado quizá en una adecuada capacidad de oratoria. Este se encargaba de guiar a su pueblo, siempre con el consejo de los demás loncos, que lo habían elegido en una especie de democracia militar.
Los araucanos destacaron por ser avezados guerreros (armados con lanzas de colihue con puntas de cobre, arcos y flechas, boleadoras, macanas, etc.) y, más tarde, consumados jinetes –paradójicamente, el caballo fue llevado a sus tierras por los propios españoles–. Adaptativos, exhibían una gran movilidad y un persemejantes fecto conocimiento de la topografía, que aprovecharon en numerosas ocasiones para sorprender a las columnas de soldados españoles. Sus tácticas fueron cambiando tras décadas de combates, y, si bien al principio eran más primitivos y desorganizados, acabaron adoptando modelos al español, con escuadrones cerrados intercalando diferentes unidades y armamento. Asimismo, tenían la costumbre de decapitar a sus enemigos para mostrar sus cabezas como trofeo, tal como sucedió, por ejemplo, con el gobernador Pedro de Valdivia tras su derrota en la batalla de Tucapel (1553) frente el caudillo Lautaro. En otras ocasiones mantenían a sus prisioneros en régimen de trabajos forzados, y fueron también frecuentes los abusos contra las mujeres españolas cautivas.
Conquista hispánica
Precisamente, este personaje extremeño, catapultado por su exitoso desempeño en la anterior guerra civil entre los partidarios de Pizarro, fue luego el encarga
Tenían la costumbre de decapitar a sus enemigos, como ocurrió con Valdivia
do de dar forma a la conquista de Chile y fundar sus principales ciudades, como la actual capital de Santiago, en 1541. Además, implantó el sistema de encomiendas para explotar los recursos de la Araucanía y hacerlo prevalecer sobre el levo indígena. Su muerte violenta produjo una celebración entre los araucanos, que vieron cómo se humanizaba ante ellos el aparentemente invencible poder español y se quebraba el antagonista sistema social impuesto por él. La venganza de ese primer desastre hispano en Chile vino de la mano de gobernadores como Francisco de Villagra o, sobre todo, García Hurtado de Mendoza, que venció decisivamente y con más medios que sus predecesores a los mapuches sublevados en la batalla de Quiapo (1558).
Hasta ese momento, la conquista hispánica había sometido por la fuerza, con la ayuda de valiosos aliados, a los pueblos indígenas de América más avanzados, para destruir sus estructuras políticas y religiosidad, preferentemente. Conseguido ese propósito, los antiguos enemigos no eliminados por las armas o por las epidemias desembarcadas inadvertidamente desde Europa se convertían en la principal fuerza de trabajo de la nueva administración imperial hispánica, y poco a poco se producía el mestizaje y aculturación de los vencidos. En la Araucanía, una región situada en el centro de Chile con un terreno bastante quebrado, numerosos bosques templados, lagos y cursos fluviales, eso no ocurrió, debido a la belicosidad de gran parte de los araucanos. La progresiva expansión hispana en la segunda mitad del siglo xvi, auspiciada por el oro de sus minas y, más tarde, por el comercio de esclavos, provocó la muerte violenta de numerosos toquis (once de los diecinueve nombrados hasta 1603). Sin embargo, los araucanos continuaron buscando sus oportunidades, y en 1598 volvieron a desarrollar una gran rebelión, organizada por el toqui Paillamachu, que provocaría un cambio de estrategia por parte de los españoles.
La inflexión de Curalaba
Fieles a la ofensiva, aunque siempre con fuerzas menores, los españoles iniciaron con el nuevo gobernador, Martín García Oñez de Loyola, una campaña para apaciguar a los araucanos. Estos llevaban
tiempo acumulando caballos (hasta ese momento solían combatir a pie), nuevas armas de hierro (espadas, cuchillos, hachas), protecciones corporales (realizadas con pellejo de vacuno) y contingentes para desestabilizar la presencia hispánica. De hecho, las noticias enviadas desde el puesto avanzado de Angol no eran muy alentadoras, y se esperaba un ataque inminente. El 21 de diciembre partió la columna de socorro de Óñez de Loyola con apenas 50 españoles y 300 indios yanaconas del Perú. Al día siguiente, recorrieron con tranquilidad casi cuarenta y nueve kilómetros –una distancia considerable–
hasta llegar a un paraje llamado Curalaba, junto al río Lumaco, donde quedaban las ruinas de un antiguo fuerte español. Allí pernoctaron con una excesiva relajación en la vigilancia. Al alba del día 23, los mapuches se abalanzaron por sorpresa sobre ellos en tres grupos, y el desastre español fue total. Perecieron Óñez de Loyola junto a la casi totalidad de sus hombres.
La victoria mapuche de Curalaba supuso una inflexión en el devenir de la guerra de Arauco. Ante este significativo éxito, la segunda rebelión mapuche se extendió hasta principios del siglo xvii y supuso la conquista de casi todos los territorios españoles al sur del río Biobío. El nuevo gobernador enviado por Felipe III, Alonso de Ribera, adoptaría una nueva estrategia defensiva, fortificando la frontera del Biobío con guarniciones de soldados. Las guarniciones se financiarían a través de un nuevo impuesto llamado el Real Situado, que sería suministrado desde el tesoro del virrey del Perú, verdadero centro del poder colonial español en América del Sur. Estos asentamientos militares irían acompañados de una nueva labor de evangelización por parte de los jesuitas encabezados por el padre Luis de Val
divia. Su objetivo era lograr con la fe cristiana la asimilación y pacificación del combativo pueblo araucano, aunque lo cierto es que no pudieron apartar sus arraigadas creencias previas.
Magia y estatus
Para el araucano, la guerra mantenida con los invasores españoles –a quienes vieron como una raza extraña, los nuevos incas, o huincas, y, como tales, despreciables a sus ojos– tuvo bastante conexión con el mundo mágico y las supersticiones. En más de una ocasión, los araucanos no prosiguieron con la campaña por temor a esas posibles maldiciones. Las fuentes atestiguan que, en el primer alzamiento del siglo xvi, los araucanos no conquistaron la ciudad de La Imperial porque, un poco antes, los caciques habían realizado una reunión junto a un puma capturado que escapó, lo cual tomaron como un mal presagio. Otro ejemplo de esa conexión con lo sobrenatural lo encontramos en las reuniones previas a los alzamientos. Allí, el toqui solía dirigir una ceremonia ante los loncos en la que se extraía el corazón a una oveja, y con la sangre del animal se untaban las flechas que simbolizaban las armas a utilizar en la futura guerra contra sus enemigos. Aquel ritual finalizaba con el consumo del animal sacrificado por todos los presentes, hecho que consagraba la unión entre ellos y el juramento de acudir a la contienda venidera. Indudable también era el significado sobrenatural de la ejecución de un prisionero de guerra, pues cuando decapitaban al mismo, si la cabeza rodaba y el rostro miraba al caído, era una buena señal, pero si quedaba mirando hacia ellos, se consideraba un mal augurio. Igualmente, creían que los soldados que fallecían en combate, tanto ellos como los propios
españoles, seguían luchando luego en el cielo del Pillán. La élite de los españoles, no ajenos a este proceder, consideraban a los araucanos como indignos e irracionales, sin virtudes, “crueles fieras sin conciencia” y, sobre todo, sin Dios. Esta visión estereotipada era ideal para demonizar al contrario y racionalizar, a su vez, la labor conquistadora de los españoles en la Araucanía.
Esa perpetuación de la guerra, tanto en el plano real como en el espiritual, conllevó también un cambio en la propia estratificación social de los araucanos. Con el correr de las décadas, el guerrero araucano, o cona, acabó estando tan especializado en esa labor marcial que era bastante extraño que se prodigara en realizar labores en los campos de labranza. Y, asociada a esa liza interminable, cambió su propio modo de vida. El cona conseguía no solo un estatus entre los suyos al continuar en lucha, sino también riquezas de todo tipo en el pillaje o en la conquista de posiciones o campamentos españoles. A este respecto, así se refirió el toqui Butapichón en las paces de Quilín (1641): “Con la guerra vive el soldado, con ella adquiere nombre y fama, y con el pillaje hacienda”.
La Albarrada
En el siglo xvii se sucedieron los períodos de calma con otros de plena belicosidad. Ambos enemigos, enfrentados desde 1550, intentaban llevar la lucha a sus espacios preferidos. Los españoles solían tener la ventaja de las armas de fuego portátiles y la artillería, más una probada eficacia entre armas. Los araucanos fueron paliando su desventaja táctica inicial con los años, y siguieron conservando su mayor número y un mejor conocimiento del terreno en disputa. Con el nuevo gobernador hispano, Francisco Laso de la Vega, esto se iba a poner a prueba. En 1630, este inició una nueva ofensiva en la Araucanía, y su primer enfrentamiento serio con los mapuches de Butapichón estuvo cerca de terminar en otro desastre, aunque su ejemplo en batalla y su mando enérgico, pese a encontrarse enfermo, le dieron una sufrida victoria en Los Robles.
Al año siguiente, Laso de la Vega comandaba a unos mil quinientos hombres –de ellos, 800 españoles– y se aprestó en la plaza de Arauco frente a la coalición enemiga formada por los toquis Butapichón, Queupuante y Lientur, que dirigían a unos siete mil conas. La batalla podía ser decisiva, por el gran número de hombres que cada uno ponía en liza. Sin duda, ello demostraba el incremento y la importancia de estas luchas. Ahora no
“¡Démosle gusto al general araucano!”, se dice que proclamó Laso de la Vega antes de ordenar la primera carga de caballería en La Albarrada
eran emboscadas o golpes de mano frente a unos cientos de españoles e indios, como ocurría el siglo anterior; aquí se enfrentaban los rivales, en una verdadera batalla campal, con tácticas y sistemas de combate más parejos. Lientur se había retirado por supersticiones, al ver durante los días precedentes aves carroñeras volando sobre sus cabezas, y así se marchó con 2.000 de sus conas, lo que acercaba las fuerzas en liza. El 13 de enero de 1631, muy de mañana, Laso de la Vega ordenó a sus hombres salir del fuerte y formar mezclados en una elevación, la loma de La
Albarrada, con sus flancos protegidos por terreno pantanoso y otras elevaciones. La infantería formaba a la derecha y la caballería a la izquierda, con un cuerpo de reserva detrás, al mando de Alfonso de Villanueva.
Frente a ellos, los araucanos adoptaron un dispositivo similar y en buen orden, con Queupuante al comando de la derecha y Butapichón al de la izquierda, y siempre alejados del tiro de mosquete. Las fuentes comentan que Butapichón arengó a los suyos antes de la crucial batalla de la siguiente manera: “Ese ejército que tenéis a la vista son las únicas fuerzas de los españoles. Si lográis vencerlos, lograréis también concluir la obra que vuestros gloriosos padres comenzaron, y no quedará ninguno de estos tiranos en toda la extensión de nuestro país”. Fue cortado por Queupuante, que ordenó acometer a los españoles sin más demora. Por su parte, el gobernador Laso de la Vega se cree que dijo: “¡Démosle gusto al general araucano!”, y ordenó, a su vez, una primera carga de su caballería, que fue rechazada por las lanzas araucanas. A continuación, avanzó la infantería española e hizo un mortífero fuego regular, al entrar en alcance con sus armas portátiles. El gobernador, viendo los estragos producidos, pensó que una segunda carga de la caballería pondría en franquía la lid, pero por segunda vez fue rechazada.
Por último, una tercera carga apoyada por la reserva sí abrió, por fin, las densas filas araucanas, y a la vez desordenó su fuerza montada, hiriendo incluso a Butapichón. Este hecho, junto con la desbandada de la caballería, provocó la retirada de la entrenada infantería, que poco a poco se transformó en una huida desesperada. Fue el momento preciso para que los españoles se decidieran a perseguir con saña durante dos leguas a las derrotadas fuerzas araucanas, provocando una carnicería en sus filas. Concluida la batalla, los victoriosos españoles y sus aliados regresaron a la plaza de Arauco y oficiaron una misa de gracia que se glorificó con repetidas salvas de artillería. A la salida del oficio, Laso de la Vega agradeció en nombre del rey a todo el ejército y convidó a comer a la oficialidad superviviente.
La batalla de La Albarrada fue un clamoroso triunfo español y uno de los mayores en la guerra de Arauco. La buena nueva se extendió por el continente, y parecía que podía representar la caída definitiva del “demonio araucano”. Sus pérdidas se cifran entre 1.300 y 2.600 hombres ese día, según las estimaciones, además de entre 1.500 y 4.000 caballos capturados. Como curiosidad, algunos prisioneros araucanos fueron canjeados por cautivos cristianos, otros fueron conducidos para realzar obras del rey y decenas de ellos fueron llevados a Lima para remar en galeras. En cambio, los españoles y sus