Historia y Vida

LA MESA EN LA ANTIGUA ROMA

Los alimentos y protocolos de la mesa en Roma se fueron ampliando y sofistican­do con los años.

- JOSÉ MIGUEL PARRA HISTORIADO­R

Probad estas sabrosas pastas: ¡cuestan una fortuna...! ¡Lenguas de ruiseñor importadas de la Galia, huevos de estornino traídos de los países bárbaros y mandíbulas de cangrejo mongol...! ¿Qué tal, qué os parece?”. “¡Salado! [...]”. “¡Salado! ¡Puaf, qué saben esos tíos lo que es bueno...! ¡Traedme la confitura de salchichón”. Este hilarante diálogo se produce entre Obélix y Cayo Obtusus en Astérix gladiador, y es un ejemplo perfecto de la idea que tenemos de las peculiares costumbres culinarias romanas, como las famosas tripas de jabalí fritas en grasa de uro (con miel), el embutido de oso o los cuellos de jirafa rellenos que se sirven en las orgías del gobernador romano en Astérix en Helvetia.

Lo curioso es que no están muy lejos de la realidad, porque, para los romanos, la vulva de puerca sacrificad­a a la mañana siguiente de haber parido y sin que los lechones hayan llegado a mamar era un bocado suculento, por poner solo un ejemplo. Pero la peculiarid­ad no es sino una cuestión cultural, porque tal vez es una carne deliciosa que hemos perdido la costumbre de saborear...

La verdad es que la inmensa mayoría de la población romana se contentaba con unos alimentos bastante más simples y accesibles. Aunque patricios y plebeyos sí compartían los mismos ritmos en cuanto a la comida.

Las comidas del día

La primera comida del día era el jentaculum, el desayuno, consumido en casa tras despertars­e al amanecer. Algo sencillo y nutritivo: un pan ácimo oscuro llamado far que, dependiend­o de la capacidad adquisitiv­a de cada uno, podía ir acompañado de queso y aceitunas. Un buen vaso de agua ayudaba a tragarlo todo y romper la pequeña deshidrata­ción que acompaña a las horas de sueño nocturno. El almuerzo se consumía al mediodía y era llamado prandium. La mayoría de la gente en las ciudades había salido de casa para ganarse el jornal y tenía una pausa rápida para consumir algunos alimentos que le permitiera­n seguir laborando hasta el final del día.

Las casas de las rentas medias y bajas no resultaban lo que se dice muy atractivas, pequeñas y mal ventiladas como eran, de modo que sus habitantes, por lo general, acudían a los thermopoli­a (literalmen­te, “lugares donde se venden cosas calientes”) o las popinae para saciar su apetito. Si los primeros eran una especie de restaurant­es con un menú limitado de platos preparados, las segundas eran sitios donde se servía vino, que el cliente podía acompañar con algunos alimentos sencillos:

La inmensa mayoría de la población se contentaba con alimentos simples

pan, aceitunas, frutos secos, algo de queso y quizá algún guiso preparado. Estos establecim­ientos se situaban habitualme­nte en los bajos de las insulae, unos bloques de pisos que podían alcanzar hasta siete alturas. Los thermopoli­a eran locales no demasiado grandes, sin cocina y con un mostrador de obra donde había varios huecos con ánforas incrustada­s donde se guardaban los alimentos secos. Las popinae seguían un diseño similar, si bien eran de mayor tamaño, pues tenían cabida para algunas mesas. Quienes disponían de una casa acogedora regresaban a ella para el almuerzo, desdeñando los establecim­ientos de comida rápida como algo propio de las clases bajas, con las que no les gustaba departir. No en vano, el poeta Juvenal decía que las popinae solo eran visitadas por vendedores ambulantes, arrieros, sepulturer­os, marineros, esclavos, criminales y fugitivos de la ley. No obstante, los alimentos que las clases altas consumían durante el prandium no se diferencia­ban mucho de los de las clases menos favorecida­s; únicamente en la cantidad y la calidad de los mismos. En todos los casos, además, se trataba de comidas sin mensa, es decir, sin el acto de cocinar (como mucho, calentar las sobras de la cena de la noche anterior), y sin servicio... excepto las camareras de las popinae, que cuando se terciaba ejercían de prostituta­s para los clientes que lo requerían.

La comida fuerte del día para los romanos era la cena, que comenzaba sobre las cuatro o las cinco de la tarde y era mucho más abundante que el desayuno y el almuerzo, en especial porque era en ella donde se consumían platos calientes y cocinados. Dejando a un lado las cenas familiares de la mayoría de la gente, constituía la excusa ideal para socializar tras la visita a las termas, y era costumbre convertir las cenae en reuniones con los amigos, que se acercaban a la domus del anfitrión a disfrutar de la comida en buena compañía. Estas reuniones se convirtier­on para algunos en el instrument­o perfecto pa

ra dejar ver su riqueza, hacer política o intentar trepar por la escala social. Fue de estas cenae de lujo de donde surgieron los banquetes romanos llenos de excesos reflejados con tanto detalle y sorna en el Satiricón de Petronio.

Con gran ceremonial

Las cenae formales tenían su protocolo. Se celebraban en el triclinio, que en las casas grandes era una habitación aparte donde tres divanes planos se colocaban en U en torno a una mesa cuadrada (la mensa), donde se disponían las bandejas con los alimentos. En cada lecho se recostaban sobre su lado izquierdo tres personas: el dueño de la casa se tumbaba en el lectus imus, a la izquierda; el invitado de honor, en el extremo derecho del lectus medius, situado en el centro; mientras que los invitados menos relevantes acababan en el lectus summus, a la derecha. Obviamente, esta gradación permitía al anfitrión sutiles juegos sociales: destacar a unos, humillar somerament­e a otros o, en el caso de los más rácanos, repartir las viandas según un criterio de relevancia social y servir platos de menos calidad a los invitados de menor prestigio. Una singular costumbre... o falta de educación de la que el poeta Marcial se hizo eco en sus epigramas.

El protocolo requería de los comensales una túnica blanca suelta sin cinturón ni nudos, y antes de reclinarse, descalzos y sin anillos, los siervos de la casa les lavaban los pies y las manos. A un aperitivo, la gustatio, le seguían los platos principale­s de la prima cena y la alterna cena, mientras que los postres se consumían durante las mensae secundae.

Como, excepto si era una sopa, los alimentos se consumían con la mano, llegaban de la cocina listos para ello, cortados y trinchados. Los siervos acarreaban cuencos para lavarse las manos, pero, entretanto, los invitados se limpiaban en galletas de miga de pan que se traían de casa. Lleno de grasa y restos de salsa, el pan terminaba formando unas bolas que se arrojaban al suelo para beneficio de los perros e incluso de los esclavos. Las servilleta­s solo apareciero­n a mediados del siglo i d. C., y, traídas de casa o proporcion­adas por el anfitrión, podían emplearse también para llevarse a casa los restos de los platos no consumidos.

Si en un primer momento parece que las mujeres se sentaban delante de los lechos, con los niños en el suelo, esa costumbre fue desapareci­endo, y las esposas acabaron participan­do plenamente en los banquetes. Los siervos permanecía­n de pie a la espalda de sus amos. Y mientras unos y otros departían y comían, un trajín de esclavos se ocupaba de recoger a mano los desechos del suelo, traer los lavamanos, cargar bandejas y correr a la cocina por el siguiente plato.

La cocina de la domus

En un principio, la cocina no era sino una parte del atrio, pero, a medida que las casas de los ecuestres adinerados y los patricios crecieron en complejida­d y servicios, fue alejada de allí. No resultaba atractivo recibir visitantes y que su olfato pudiera verse asediado por los olores de los guisos llegados desde la cocina. Había, además, razones prácticas para situar la cocina en otra área de la domus, lejos de las zonas de recepción y cerca

de la tubería que traía el agua de lluvia recogida en el impluvio o desviada del viaducto (conexión que era un privilegio concedido al amo de la casa por la autoridad, pero que en ocasiones se realizaba furtivamen­te para no pagar el correspond­iente impuesto).

Igual que en las edificacio­nes modernas se crean bajantes que dan servicio a varias estancias, en época romana también se colocaban juntos los desagües de la casa. De este modo, las letrinas se situaban junto a la cocina, a veces separadas por solo medio tabique, con el olor de las primeras tapado por el de la segunda. La proximidad permitía que el desagüe del lavadero de la cocina sirviera para arrastrar otro tipo de deyeccione­s, ayudado por el agua del baldeo de la casa, la que se desbordaba y la que corría desde los baños de la domus.

En sí mismas, las cocinas no presentaba­n ningún diseño complejo. Eran un bloque rectangula­r de obra con uno o varios fogones (un rebaje o borde en la superficie), y bajo cada uno de ellos había un pequeño cubículo abovedado donde se guardaba el combustibl­e que lo alimentaba. Por lo general, no había chimeneas, y la salida de humos era un ventanuco situado encima o cerca. En el rehundido que actuaba como fogón se hacía el fuego o se colocaban las brasas que se utilizaban como fuente de calor. Encima, una parrilla (la craticula), un trípode o unos meros ladrillos servían de base a los recipiente­s donde se cocinaban los alimentos, mientras que en la pared podía haber un gancho para colgar por las asas las ollas o las marmitas.

En las grandes mansiones y palacios, los hornos eran de obra y del tamaño adecuado para atender a las necesidade­s de la casa, con todos sus convidados. No así en las casas más modestas, donde los hornos eran portátiles, el llamado clibanus. Consistía en una base redonda que se colocaba directamen­te sobre las brasas con la comida y que se cubría con una tapa alta en forma de bóveda o campana, de cerámica o bronce. Cuchillos y morteros aparte, entre los utensilios de cocina más utilizados se contaba la patina, o patella, una cazuela redonda u ovalada, con tapa, que dio su nombre a varios platos diferentes, todos ellos cocinados “a la patella”. También existían las sartenes redondas, donde se freían todo tipo de alimentos. Uno muy estimado eran los caracoles engordados con leche con sal, después fritos y presentado­s a la mesa aliñados con vino y garum. Estos gasterópod­os eran muy

Las letrinas se situaban junto a la cocina, separadas a veces por solo medio tabique

apreciados por los romanos, y tanto Plinio como Varrón describen su engorde.

Una paulatina sofisticac­ión

Siendo los latinos un pueblo agrícola, la base de la alimentaci­ón de la mayoría de la población la constituye­ron siempre los cereales. Si primero fueron la espelta y las gachas, estas no tardaron en ser reemplazad­as por el trigo, con el que llegó la panificaci­ón. Pero el recuerdo de los panes ácimos quedó incrustado en la tradición, de ahí que los novios compartier­an uno durante la ceremonia nupcial. Los romanos consumían con deleite habas, lentejas, castañas, aceitunas y un largo etcétera de productos vegetales, que no dejó de crecer según se fueron incorporan­do a sus mesas los productos llegados de Oriente, como las cerezas. Primero sería gracias a la Magna Grecia (colonias griegas en el sur de Italia y en

Sicilia), y después crecería a medida que el influjo de Roma fue alcanzando el extremo oriental del que se estaba convirtien­do en el Mare Nostrum.

En realidad, parece que las costumbres culinarias romanas comenzaron a cambiar tras la derrota de los cartagines­es en las guerras púnicas, a mediados del siglo ii a. C. Fue cuando Roma pasó a tener las hechuras de un imperio y a abrirse a Oriente. Por entonces, Catón el Censor mostró airado su indignació­n por la deriva hacia el lujo con que la, a sus ojos, perversa influencia griega comenzaba a inundar la sociedad romana. Republican­o a la antigua, Catón estaba convencido de que solo manteniénd­ose fiel a sus orígenes agrícolas podría el naciente imperio romano sobrevivir a los avatares del futuro. Con la intención de recordárse­lo escribió una de sus obras más conocidas, el tratado De agricultur­a.

No sirvió de mucho. El cambio demostró ser imposible de detener y acabó convirtien­do la ciudad de Roma, la más poblada del mundo en esa época con cerca de un millón de habitantes, en un inmenso centro consumidor de todo tipo de productos. Los resultados de esta mezcolanza y del gusto de las clases altas romanas por la experiment­ación culinaria y la importació­n de cocineros extranjero­s serían unos platos muy especiados en los que se resaltaban los contrastes de sabores, como el dulce y el salado.

Los alimentos perecedero­s de primera necesidad llegaban a Roma, desde regiones productora­s cercanas, en carros que colapsaban sus calles. Eran distribuid­os al por menor gracias a las tabernae (tiendas), concentrad­as en los mercados de la urbe, sí, pero, dada la extensión de la misma, repartidas también por ella como pequeñas construcci­ones independie­ntes o elementos anejos en la parte frontal de casas e insulae. La clase alta, poseedora de villas en el campo y propiedade­s de producción agropecuar­ia, se abastecía de estas cuando la distancia lo permitía. Pero el consumo de la ciudad era tan brutal que la producción italiana no bastaba, de modo que se recurrió a centros de producción cerealista extranjero­s para satisfacer­la. Y es que, sin las entregas gratuitas de trigo, la annona, mantener contenta a la plebe romana se demostraba imposible. De ahí que desde Egipto llegaran cargamento­s de trigo anuales y que el retraso de esas flotas supusiera un tremendo problema de orden público en la ciudad. El de los áridos procedente­s del Nilo era uno de los muchos circuitos comerciale­s que finalizaba en la capital del Imperio. El más largo de todos ellos segurament­e fuera el de la pimienta –junto a la sal, el condimento por excelencia–, que llegaba hasta Europa desde la India recorriend­o la ruta de la seda. Otro más corto y cercano se encargaba de que una gran parte de la abundante producción de jamones de cerdo de la Galia alcanzara Roma, y otro más, de que el garum al que los romanos se habían vuelto adictos (una salsa de pescado de sabor y olor fuertes) culminara su viaje desde sus centros de producción en Hispania.

Todos ellos llegaban a Ostia, el puerto situado a unos treinta kilómetros de Roma, donde se desembarca­ban. Una vez allí, los productos eran trasvasado­s a embarcacio­nes más pequeñas, que remontaban el Tíber hasta atracar en los muelles de la capital imperial. El monte Testaccio, una colina artificial de 35 metros de altura cercana al puerto de Roma y formada por las ánforas rotas durante su manipulaci­ón (más de cincuenta millones de ellas), es la mejor prueba del esfuerzo inmenso que requería abastecer las insaciable­s cocinas romanas. ●

La cocina en Roma empezó a abrirse a Oriente gracias al influjo de la Magna Grecia

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A la dcha., Baco en un trono, por Caesar Boëtius van Everdingen, c. 1658-1670.
A la izqda., un thermopoli­um en Pompeya. A la dcha., Baco en un trono, por Caesar Boëtius van Everdingen, c. 1658-1670.
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Mosaico de fauna marina del siglo i a. C. procedente de Pompeya.
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A la dcha., fragmentos de ánforas romanas en el monte Testaccio, Roma.
A la izqda., los vestigios de una panadería en Pompeya. A la dcha., fragmentos de ánforas romanas en el monte Testaccio, Roma.

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