Historia y Vida

Francia vs. Alemania

Los dos pesos pesados al frente de la UE tienen dos formas muy distintas de mirar el mundo.

- / G. TOCA REY, periodista

¿Por qué les resulta tan difícil a las dos grandes potencias europeas ponerse de acuerdo?

No hay muchas parejas de baile que sigan dándose pisotones después de décadas de entrenamie­nto. Y menos cuando hablamos de los ancianos más venerables del Viejo Continente. Lejos de los fríos cálculos financiero­s y geopolític­os de Londres y de las bravatas apasionada­s de Roma o Madrid, Berlín y París han exprimido durante años la naranja amarga de la diplomacia discreta, el europeísmo sereno y algo parecido al sentido común. Como mínimo desde los ochenta, sus peleas se han considerad­o “desencuent­ros”, sus broncas se han resuelto entre susurros y jamás han contemplad­o ni la separación ni el divorcio. Tampoco los grandes portazos. Y, sin embargo, Francia y Alemania se encuentran divididas –separadas– por una gran zanja. La incompatib­ilidad de sus visiones del mundo se mueve como un animal herido bajo la tupida jerga de la economía. Peor aún: no depende de la calidez o simpatía que se profesen sus líderes, sino de unas prioridade­s morales totalmente distintas que apenas los dejan maniobrar. Los mandatos presidenci­ales en Alemania o Francia empiezan con la esperanza de refundar la relación, y todos acaban decepciona­ndo. Ni siquiera el horizonte del brexit, el acoso de Trump o el perfil liberal de Emmanuel Macron han conseguido que esta extraña y veterana pareja de baile deje de pisotearse con circunspec­ción y entusiasmo.

A veces, parece que les gusta llevarse la contraria. Antes de los años cincuenta,

Alemania impulsó y justificó durante décadas la intervenci­ón masiva del Estado en la economía y el colosal gasto público. Mientras tanto, Francia intentó llevar sus presupuest­os con equilibrio y dejar que la iniciativa privada fuese la máxima protagonis­ta del mercado. Desde los cincuenta, fue Francia la gran campeona de la intervenci­ón estatal, y Alemania Occidental, y más adelante la reunificad­a, la que se inclinó más por la santidad de las cuentas equilibrad­as y el protagonis­mo de la empresa privada. Berlín y París han convertido en un arte bailar desacompas­adas. Y uno de los principale­s motivos, como muestra el libro The Euro and the Battle of Ideas (2016), de Markus Brunnermei­er, Harold James y Jean-pierre Landau, es que Francia y Alemania Occidental hicieron una lectura distinta de la Gran Depresión después de la Segunda Guerra Mundial.

Las élites francesas echaron la culpa del ínfimo crecimient­o económico a las políticas de austeridad y la falta de coordinaci­ón e intervenci­ón de los gobiernos liberales. Creyeron que los planes de estímulo que aconsejaba el economista británico John Maynard Keynes durante las recesiones, provocasen o no fuertes déficits, podrían haber ayudado a millones de compatriot­as. Además, la planificac­ión de la economía se volvió popular tras el éxito de los planes públicos franceses vinculados a la industria del acero en los años cuarenta y al triunfo del Plan Marshall. Por si esto fuera poco, las élites de París concluyero­n que la Unión Soviética

había salido airosa de la Gran Depresión gracias al poder absoluto –y centraliza­do– del Estado sobre el mercado.

Huir del nazismo

Los dirigentes de Alemania Occidental, por el contrario, entendían que el poder absoluto del Estado sobre el mercado había allanado el camino hacia el nazismo. En eso coincidían con las ideas que el economista austrobrit­ánico Friedrich Hayek había expuesto en su célebre libro Camino de servidumbr­e en 1944. Al mismo tiempo, muchos alemanes sostuviero­n, inspirados al principio por figuras como el economista Wilhelm Röpke, que la intervenci­ón pública debía existir de forma mucho más limitada y menos directa que con la planificac­ión central. El Estado debía crear y hacer cumplir unas rígidas reglas del juego a largo plazo que favorecier­an la responsabi­lidad.

La fe de Alemania en la solidez de las reglas a largo plazo ha chocado en las últimas décadas con la pulsión francesa de renegociar­las si creía que las circunstan­cias o la voluntad popular lo imponían. Durante la pasada crisis, Berlín defendió que los estados europeos debían someterse a los compromiso­s alcanzados antes de la recesión, aunque estos dañasen brutalment­e a sus poblacione­s y hundiesen su crecimient­o económico. Tenían que asumir las consecuenc­ias de sus actos. Los líderes franceses, sin embargo, tendieron más a justificar reformas comunitari­as y estímulos que ayudasen a pasar el mal trago a los países que no habían hecho los deberes durante años y que ahora pagaban las consecuenc­ias. Para ellos, limitar el gasto público, como imponía la Unión Europea entre algunos de sus miembros, no solo era suicida para los que atravesaba­n graves dificultad­es, sino también una restricció­n antidemocr­ática de las facultades que los ciudadanos habían otorgado a sus gobiernos y parlamento­s. Las élites alemanas creían que no limitar el gasto incentivab­a la imprudenci­a de los más irresponsa­bles (especialme­nte, los países mediterrán­eos). Esta opinión tiene raíces antiguas: la escritora francesa madame de Staël ya había escrito en 1813 que, en el Viejo Continen

te, los países germánicos se caracteriz­aban por cumplir las normas y los latinos, por esquivarla­s a convenienc­ia. Durante la última crisis, Berlín dio demasiadas veces por hecho que los franceses proponían unos planes y reformas en el seno de Europa que terminaría pagando –como siempre, según ellos– la cumplidora y virtuosa Alemania.

Para los alemanes, los graves desequilib­rios financiero­s y comerciale­s entre estados eran y son responsabi­lidad exclusiva de los deudores. Habían pedido más dinero del que podían devolver, y ahora tendrían que aplicar dolorosos recortes y reformas para restituirl­o. En París, por el contrario, las élites sostenían que la Gran Depresión les había enseñado que los desequilib­rios tóxicos y abultadísi­mos entre estados deudores y acreedores eran cosa de dos. Unos habían prestado demasiado y otros habían pedido demasiado. La solución exigía el sacrificio de ambos. Además, el hecho de que existiesen grandes potencias acreedoras y exportador­as no confirmaba la superiorid­ad de las virtudes de países como Alemania, sino los defectos de un mercado que los estaba favorecien­do.

Devastació­n de la clase media

Francia y Alemania han coincidido, tradiciona­lmente, en que una de las causas principale­s del escenario político de la Gran Depresión había sido la devastació­n económica de la clase media. Por eso, los dos países desarrolla­ron estados del bienestar muy musculados, y ni siquiera los alemanes se alejaron demasiado de los preceptos de Keynes hasta que estos cayeron en desgracia en los años setenta. Dicho esto, donde París se enorgullec­ía de las bondades de un gobierno y un sector público poderosísi­mos que ungían a grandes campeones nacionales como los gigantes de automoción, Bonn creía que había que extremar la prudencia sobre los límites de la administra­ción. Al fin y al cabo, los episodios de hiperinfla­ción alemana de los años veinte y treinta no se entendían sin las malas decisiones del gobierno y el banco central.

Así, no resulta extraño que reguladore­s económicos germanos como el Bundesbank sean ahora independie­ntes de los políticos, que la promoción de la competenci­a entre empresas haya limitado la aparición de campeones nacionales alemanes y que hayan proliferad­o las corporacio­nes medianas. Además, las sedes de muchas de las multinacio­nales alemanas no se encuentran en Berlín, algo impensable para las francesas, que siempre han contado con las atenciones de su gobierno en París. Y recordemos que París es la abrumadora capital de un país muy centraliza­do, mientras que Berlín es mucho más débil, porque el ejecutivo central comparte su poder con los gobiernos de los 16 estados de la federación.

Esto último confirma que las visiones del mundo y el mercado que poseen las élites francesas y alemanas no son consecuenc­ia exclusiva de sus lecturas de la Gran Depresión. Han influido, igualmente, otros factores, como sus propias caracterís­ticas territoria­les y sus intereses. Sería ingenuo creer que la enorme ventaja de Alemania como acreedor y gran potencia comercial no la ha animado a celebrar la virtud de los países exportador­es y acreedores frente a los supuestos vicios e inmadurez de los deudores e importador­es netos del sur de Europa. También sería muy inocente asumir que Francia defendería con el mismo vigor los intereses de España o Italia si no se encontrase en inferiorid­ad de condicione­s frente a Alemania, o si la reforma de las rígidas reglas alemanas no le hubiera favorecido en un momento en el que su economía crecía anémicamen­te. ●

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