Historia y Vida

PORCELANA CHINA

- OLGA MARTÍNEZ, HISTORIADO­RA DEL ARTE

Llamada en alguna ocasión “oro blanco”, la exquisita porcelana china fascinó a los monarcas europeos desde el siglo XVI. Hoy, la imperial bate récords de ventas en las subastas de arte.

HISTORIA Y VIDA

En el pasado la porcelana china desempeñó un papel fundamenta­l en el comercio de ultramar, por el que llegó a todas las cortes europeas. En la actualidad, China la reivindica con fuerza por ser una de las más potentes señas de identidad de su cultura. Algunos de los récords de los últimos tiempos evidencian el enorme interés de los coleccioni s t as del gi gante as i át icopor es t as piezas, que alcanzan precios solo concebible­s en Occidente para la gran estrella de las subastas, la pintura. A finales de 2010 saltaba a las primeras planas de los periódicos el llamado jarrón Bainbridge­s (en la pág. anterior), adjudicado a un par ticular chino por 86 millones de dólares. Poco después, Sotheby’s Hong Kong subastaba una de las coleccione­s de porcelana y cerámica china imperial más importante­s del mundo, la J. T. Tai & Co. Trece de sus piezas conseguían sumar la cifra de 87,8 millones de dólares, y tan solo una de ellas, un jarrón Qianlong, alcanzaba los 47,5. La compradora era una de las grandes coleccioni­stas de arte chino, Alice Cheng, presidenta de Yung Shing Enterprise Co.,

la primera compañía de telefonía móvil del país. Cifras similares han seguido sorprendie­ndo a lo largo de 2011, poniendo de manifiesto un mercado chino del arte cada vez más potente, situado ya en el segundo puesto, tras Estados Unidos y por delante de Gran Bretaña.

La “ruta de la porcelana”

Hubo un tiempo en que la fórmula para fabricar porcelana era un secreto de Estado por el que pugnaron las monarquías del Viejo Continente. Solo en China se conocía la ansiada receta. Se había creado en algún momento previo al siglo vii, del que proceden las primeras piezas que se conservan. Desde sus indetermin­ados inicios, las que no se dedicaban a la corte y al mercado interno se destinaban a abastecer los territorio­s vecinos del este y sudeste asiáticos (hoy Tailandia, Vietnam, Japón, Corea...). Una pequeña parte de la producción podía enfilar la antiquísim­a ruta de la seda, por la que los mercaderes la hacían llegar a las cortes de Turquía, Irán o India. Se sabe que, desde la Roma de Augusto, Occidente accedió a cerámicas chinas a través de la ruta de la seda, un comercio mantenido en siglos posteriore­s gracias a mercaderes musulmanes de Oriente Próximo. A partir del siglo xiii, la ruta de la seda ya se había convertido en la “ruta de la porcelana”. Pero los primeros tratos comerciale­s directos entre Occidente y China no llegaron hasta el siglo xvi, de la mano de Portugal. Fue entonces cuando se catapultó el consumo de la porcelana en las cortes europeas. Los portuguese­s desembarca­ron en la ciudad costera de Cantón en 1513, y a partir de esta fecha fundaron una empresa naviera que habría de dedicarse al comercio con Oriente, la que fue la primera Compañía de Indias, con sede en la pequeña isla de Macao. Cien años después se fundó la Compañía Holandesa, a la que siguieron la española, la inglesa, la francesa y la nor teamer icana, todas ellas con despachos en Cantón. Su puerto se llenó de factorías fundadas por representa­ntes de cada país propietari­o de una Compañía de Indias. En estos almacenes se acumulaban las sedas, especias, porcelanas y piedras semiprecio­sas que viajarían rumbo a Europa.

Una fórmula indescifra­ble

Desde que se supo de su existencia, la porcelana china deslumbró al resto del mundo, y se le otorgó de inmediato una condición de material extraordin­ario y suntuoso. Y todo por la maravilla técnica de su composició­n. No existía nada similar: era un material impermeabl­e, ligero y duro a la vez, resistente a la cal y los ácidos y capaz de contener alimentos. Con las importacio­nes de las Compañías de Indias, se convirtió en Europa en el recipiente por excelencia, puesto que cubría todas las necesidade­s imaginable­s. Era apta para cualquier tipo de vajilla y servicio de mesa, de cuarto de baño, aseo o barbería, y también para el ámbito farmacéuti­co y médico. Sin embargo, pese a tener el modelo delante, Europa no daría con la receta de la porcelana hasta el siglo xviii. Y aun así, su fabricació­n le resultaba tan cara que no valió la pena comerciali­zarla hasta mucho después.

DURANTE SIGLOS, MUCHOS OCCIDENTAL­ES SE DESPLAZARO­N HASTA CHINA EN BUSCA DE LA FÓRMULA SECRETA

Durante siglos, fueron muchos los occidental­es que se desplazaro­n hasta China en busca del secreto de la porcelana, pero nadie lo logró. Cada nuevo viajero que regresaba de aquel remoto reino traía consigo una fórmula distinta a la anterior. Marco Polo, a caballo entre los siglos xiii y xiv, aseguró que la porcelana se obtenía de una arcilla que se apilaba en montañas enormes y que había que exponer al viento, la lluvia y el sol durante treinta años. Guido Panciroli, jurista y anticuario del siglo xvi, aseguró que la porcelana se fabricaba a base de cáscara de huevo, caparazone­s de langosta y yeso, mezcla que había que extender sobre la tierra durante ochenta años. Se analizaron muestras de arcilla, se la mezcló con vidrio pulido, con huesos, con conchas..., todo en vano. Convertida en uno de los materiales más deseados, la consecució­n de su fórmula pasó a ser prioritari­a para muchas monarquías europeas, pues las posibilida-

des de negocio que ofrecía eran infinitas, y las fortunas que se estaban invirtiend­o para importarla, gigantesca­s.

La formación de una industria

Los monarcas chinos también lo tenían claro. Kangxi, emperador de la dinastía Qing entre 1661 y 1722, supo ver el negocio que podía suponer para las arcas del Estado la ampliación de la producción de porcelana. Kangxi marcó como una de las prioridade­s de su reinado la reorganiza­ción de una auténtica industria alfarera. Además de impulsar una fuente de ingresos que la demanda exterior estaba convirtien­do en cuantiosa, quiso hacer de ella un símbolo de su poder. Primero mandó reconstrui­r la ciudad alfarera de Jingdezhen y creó la figura

de los directores. En su mayoría eunucos (funcionari­os de palacio), los directores fueron los encargados de diseñar las estrategia­s de producción y distribuci­ón de las mercancías. Pero también fueron los responsabl­es de que la porcelana llegara a sus máximos niveles de calidad, coincidien­do con los reinados de Kangxi y sus sucesores Yongzheng y Qianlong. Con ello los emperadore­s quisieron garantizar una producción de piezas de absoluta calidad exclusivam­ente para uso imperial. Si hasta entonces se elegían las piezas más bellas para el soberano, ahora la producción se dividía. Unos hornos se dedicaron a abastecer únicamente las necesidade­s de la corte –con la llamada porcelana imperial–, mientras que en el resto se

fabricaron piezas destinadas al consumo interno y la exportació­n. Se trataba de una auténtica industria en términos actuales. En la ciudad de Jingdezhen vivían y trabajaban más de un millón de habitantes. Todos se dedicaban de alguna manera a la manufactur­a de la porcelana. Unos tres mil quinientos hor nos funcionaba­n a pleno

puesto que cuanto más tiempo reposaba, mejor era su plasticida­d. La especializ­ación en el trabajo estaba perfectame­nte definida. Había operarios encargados de las pastas, de los colores, de la cocción, de la decoración, de estampar las marcas, del embalaje y del transporte. Esta especializ­ación mantenía el secreto de la receta a salvo, ya que la fór-

EN LA CIUDAD ALFARERA DE JINGDEZHEN VIVÍAN Y TRABAJABAN MÁS DE UN MILLÓN DE HABITANTES

rendimient­o las veinticuat­ro horas del día y todos los días del año. Cada familia cumplía una tarea específica. Algunos tenían la suerte de heredar arcilla de porcelana de las generacion­es precedente­s,

mula solo era conocida por unos pocos. Al juramento formal de que jamás se revelaría ninguno de los secretos relacionad­os con el trabajo se sumaban otras muchas medidas de carácter práctico. Cada

especialid­ad ocupaba un taller propio y era supervisad­o por numerosos mandarines (burócratas imperiales). Además, cada empleado era revisado concienzud­amente al finalizar su turno. Una vez terminadas las piezas, unas se enviaban a través del río Yangtsé al Palacio Imperial de Pekín o al norte de China, y otras se transporta­ban hacia el sur, a Cantón, de donde partían los galeones de las Compañías de Indias. Los extranjero­s debían esperar en este puerto a que llegase su porcelana, ya que les estaba prohibido viajar por el país. El emperador había autorizado las transaccio­nes en Cantón entre septiembre y marzo, y el resto del tiempo los extranjero­s debían permanecer en la isla de Macao. El hecho es que, una vez que las piezas arribaban a Cantón, habían pasado por las manos de más de setenta operarios.

Solo para exportació­n

Los alfareros chinos fabricaban por encargo de las cortes europeas ricos servicios de mesa con escudos nobiliario­s, decorados en un estilo especialme­nte destinado al comercio exterior denominado “azul y blanco”. Todos los reyes poseían vajillas de porcelana, y no había casa bien decorada ni mesa eleganteme­nte vestida sin ella. Otro hecho que resultó determinan­te en el incremento de la demanda fue la promulgaci­ón de leyes suntuarias que obligaban a los nobles a fundir sus vajillas de plata, hasta entonces material por excelencia en la mesa, en beneficio de las arcas del Estado, mermadas por las constantes guerras. El impacto de la porcelana fue tal entre los monarcas y los aristócrat­as europeos

que no solo comenzaron a adquirirla para su uso, sino también a atesorarla. Poseer una colección de porcelana era señal de poder y riqueza. En España, Carlos V encargó un servicio en porcelana china azul y blanca, y su hijo Felipe II llegó a reunir tres mil piezas. Entre los muchos a los que cautivó este material se encuentran Guillermo de Orange y su esposa María, que decoraron su residencia en Holanda con porcelanas compradas durante el siglo xvii. Pero, sin duda, fue Augusto II el Fuerte, príncipe elector de Sajonia, el coleccioni­sta más

compulsivo y apasionado de la época y el que consiguió reunir el mayor número de piezas, entre cuarenta y cincuenta mil. En 1717 hizo reconstrui­r un castillo, el bautizado como palacio Japonés, para acoger su inmensa colección. Dotar a las cortes de una porcelana propia para evitar el gasto excesivo que suponía su importació­n se convirtió en una obsesión para muchos monarcas. Algunos se convirtier­on en patrocinad­ores y fundadores de manufactur­as dedicadas a la investigac­ión y fabricació­n de porcelanas, consciente­s de que el triunfo les

proporcion­aría no solo prestigio en el resto del continente, sino también grandes beneficios. España lo intentó con la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, Italia con Capodimont­e, Austria con Viena, en Alemania se hizo célebre Meissen, en Francia Sèvres, en Gran Bretaña Chelsea y en Escandinav­ia la manufactur­a de Copenhague. A pesar de los intentos, se lograron porcelanas de calidad generalmen­te inferior, y la producción europea seguía siendo más costosa que la importada de China, dada la economía de escala de esta última.

UN ALQUIMISTA ALEMÁN DIO CON LA FÓRMULA MÁS PARECIDA, A BASE DE PRUEBAS Y AZAR, TRAS 12 AÑOS DE CAUTIVERIO

El alemán Johann Fr iedr ic h Böttger fue el primero en obtener una porcelana de pasta dura en Europa lo más similar a la original china. Lo logró, a base de pruebas y algo de azar, tras doce largos años de cautiverio en diversos castillos de Sajonia. Su carcelero fue el mismísimo Augusto II el Fuerte. Buena parte de aquellos años los pasó Böttger en el castillo de Albrechtsb­urg que el Monarca poseía en la ciudad de Meissen. El régimen de reclusión perseguía preservar el descubrimi­ento en caso de que se llevara a cabo. El joven alquimista se había acercado al Soberano en primer lugar para convencerl­e de que era capaz de conseguir la transmutac­ión de metales en oro y la fórmula de la porcelana.

Augusto II el Fuerte necesitaba grandes sumas de dinero. Padecía la Porzella nkrankheit, “la enfermedad de la porcelana”, una obsesión que le había llevado a gastar 100.000 táleros hasta entonces. Para que el alquimista no tuviera más distracció­n que el trabajo, el Soberano ordenó tapiar las ventanas del castillo, redujo el personal al mínimo y prohibió las visitas. En 1712 Böttger dio con la receta. El alcoholism­o crónico, la depresión aguda y una ceguera causada por los humos tóxicos que había estado inhalando durante aquellos años ablandaron al fin el corazón del Monarca. Dos años después, Augusto le concedió la libertad con la condición de que no abandonara Sajonia. Algunos biógrafos afirman que Böttger desveló el enigma a un amor interesado. En ese momento, la fórmula de la porcelana dejó de ser un secreto de Estado y voló a otras cortes europeas. Pese a todo, la demanda de porcelana procedente de China continuó hasta 1800. Por entonces, la dirección de los hornos pasó de manos de funcionari­os

imperiales a supervisor­es regionales, lo que, junto con el paulatino debilitami­ento del poder del país, produjo un declive en la calidad de las manufactur­as. En la actualidad, las mejores piezas de porcelana de la China imperial despiertan un extraordin­ario interés en los coleccioni­stas de todo el mundo, especialme­nte, como decíamos, entre los chinos. Vestigios de una época de gran esplendor, se han convertido hoy en tesoro nacional.

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