A lo largo del siglo XVIII los Borbones impulsaron una reforma que fue apartando cada vez más a la élite criolla de sus prebendas
personas que controlaban el comercio a gran escala, la banca y la administración de las colonias), criollos (entre los que sobresalían una reducida aristocracia terrateniente, los grandes cacaos o mantuanos) y los llamados “blancos de orilla” o blancos pobres, en su mayoría artesanos y pequeños comerciantes.
Por otro lado, la parte más numerosa de la población estaba compuesta por canarios (que seguían siendo llamados así, aunque llevaran varias generaciones en el país), que sumaban otras 200.000 personas, y pardos (mulatos), unos 400.000. A estos había que sumar indígenas, mestizos y negros, ya fueran esclavos o libertos.
Durante mucho tiempo, la minoritaria élite criolla –a la que pertenecía la familia Bolívar– había disfrutado de una situación de enorme poder, pues además de controlar los grandes latifundios y la producción de cacao, también habían ocupado puestos importantes en el clero, el ejército y la administración colonial. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII los Borbones impulsaron una reforma imperialista que fue apartando cada vez más a la élite criolla de tales prebendas. A este creciente descontento había que sumar el temor de la élite criolla a una posible guerra de castas inspirada por las “peligrosas” ideas de la Revolución Francesa o la rebelión que había tenido lugar en Santo Domingo. Aquellos temores tomaron forma cuando en 1795 un grupo de negros y pardos se alzó en armas y asoló la ciudad de Coro, dirigidos por dos negros libres, inspirados a su vez por los ideales de libertad e igualdad de la revolución gala. Dos años más tarde, en 1797, Manuel Gual y José María España dirigieron otra conspiración que enarbolaba los Derechos del Hombre. Ambos intentos