EL INQUISIDOR QUE INTERCEDIÓ POR COLÓN
Diego de Deza (1443-1523): Ocupó diversas sedes episcopales a lo largo de su trayectoria. Fue nombrado tutor del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos. La relación tan estrecha que mantuvo con Isabel y Fernando le hizo defender ante ellos la causa del almirante Cristóbal Colón, por lo que puede considerarse una pieza clave en el posterior “descubrimiento” de América. Tras alcanzar la dignidad de inquisidor general, ordenó confiscar los escritos de Antonio de Nebrija por sus declaraciones a favor de la interpretación de la Biblia por parte de los filólogos. Debido a unas rencillas internas que lo enemistaron con el inquisidor de Córdoba, cayó en desgracia y fue apartado del cargo en 1507. A partir de entonces consagró sus desvelos a la diócesis sevillana, en cuya catedral descansan sus restos mortales.
En torno a cada tribunal inquisitorial se tejía un complejo entramado de personalidades, cada una con una función
tos, el Tribunal reforzó su represión no sólo como defensora de la fe sino para ejercer un control ideológico y moral. Durante el siglo XVI, los tribunales inquisitoriales se topaban con enemigos de la fe en el rincón más insospechado.
Especialmente llamativo fue el caso de Bartolomé de Carranza, un teólogo que siempre se había distinguido por su catolicismo a ultranza y a quien Carlos I, en atención a sus méritos, le había ofrecido las sedes episcopales de Cuzco y Canarias. Al rechazarlas, le nombró representante de España en el concilio de Trento y acompañó a Felipe II en su viaje a Inglaterra para casarse con María I, donde predicó ardientemente a favor del catolicismo. Más tarde, fue recompensado con el arzobispado de Toledo. A partir de aquí empiezan las rencillas y odios internos y, con la excusa de sus Comentarios sobre el Catecismo Cristiano, la Inquisición urde una acusación de herejía contra él. Felipe II, su viejo amigo, no se atreve a llevar la contraria al Santo Oficio y se lava las manos. A la postre, Carranza se vio obligado a buscar refugio en Roma, donde murió en 1576, tras una sentencia condenatoria como “sospechoso de herejía”.
NUEVOS ENEMIGOS
El creciente poder del Santo Oficio, su intervención en todas las esferas de la vida pública y privada, y su asechanza de enemi- gos diversos, definen su biografía a lo largo del tiempo. En el siglo XVII, por ejemplo, aparece un nuevo adversario: los moriscos, musulmanes convertidos al cristianismo.
Cuando los Reyes Católicos conquistaron Granada, último reducto musulmán en la Península, firmaron un acuerdo con Boabdil, según el cual la población musulmana podía seguir viviendo en esta tierra sin necesidad de convertirse. Sin embargo, el acuerdo fue papel mojado cuando una revuelta mudéjar, acaecida en 1500 en Las Alpujarras, convenció a los Reyes de que los musulmanes debían convertirse al cristianismo, como antes lo habían hecho los judíos. Así, tras la pragmática de los Reyes Católicos del 14 de febrero de 1502, nacieron los moriscos. En un principio, la Inquisición no tenía poder sobre los musulmanes, ya que no estaban bautizados, pero, tras su conversión, también ellos experimentaron el odio de la Suprema. Cuando en 1609 Felipe III decidió expulsarlos, no quedaron en España más que cristianos, por lo que, al menos oficialmente, la defensa de la fe quedaba garantizada en todo el territorio.
UNA ADMINISTRACIÓN PERFECTA
Tal como recordaba el historiador José Antonio Escudero en un artículo aparecido en estas mismas páginas (ver HIV, nº24), “en cuanto a su estructura y funcionamiento, hay que decir que la Inquisición fue una institución muy bien organizada. Su más concienzudo historiador, el norteamericano Henry Charles Lea, nada proclive a elogiarla, reconoció sin ambages ‘la perfección de su organización’”.
En torno a cada tribunal inquisitorial se tejía un complejo entramado de personalidades, cada una con una función. Había varios inquisidores en el tribunal, un fiscal y el número necesario de subalternos.
Entre 1507 y 1517, la administración inquisitorial fue independiente en la Corona de Castilla y la de Aragón, donde Fernando quiso retener el control de estos tribunales dejando al cardenal Cisneros que hiciera lo propio en Castilla. A la cabeza del Santo Oficio se encontraba el Inquisidor General –nombrado formalmente por el Papa pero a propuesta del rey–. Aunque el monarca podía nombrarle en la práctica, no podía obligarle a que abandonara el cargo. Por ejemplo, Alonso Manrique se enemistó con la esposa de Carlos I por abuso de autoridad –casó a un primo suyo con una protegida de la familia real–, pero el rey no pudo obligarle a que renunciara al cargo. Era un puesto, en resumen, más político que eclesiástico. Por debajo de la Suprema estaban los tribunales locales (ver recuadro), compuestos por dos o tres inquisidores, el fiscal y el receptor, cuya función era de la confiscar los bienes